La Inglaterra que yo vi
El apego al mando
La agonía de un pueblo que canta su muerte (1974)
Agustín Barrios, el precursor
Hacia el pluralismo democrático en Paraguay (1984)
Carta a Marta Traba y Angel Rama (1984)
La escritura, metáfora del exilio (1985)
La lección de Rulfo (1985)
Carta abierta al pueblo paraguayo (1986)
Los dilemas de la integración iberoamericana a la luz del V Centenario del descubrimiento de América: III lección conmemorativa Pascual Madoz (1986)
El Tiranosaurio del Paraguay da sus últimas boqueadas (1986)
El dilema de la integración iberoamericana (1986)
El país donde los niños no querían nacer (1986)
Cultura oral y literatura ausente (1987)
El texto cautivo: el escritor y su obra(1990)
Del Yo el supremo al Quijote (1990)
Don Quijote en el Paraguay (1990)
El ojo de la luna (1991)
Mis reflexiones sobre el guión cinematográfico y el guión de Hijo del hombre (1993)
Reunió parte de sus artículos periodísticos en La Inglaterra que yo vi (1946), fruto de su primer viaje a Europa.
“Los países que han sufrido dictaduras requieren un largo proceso de convalecencia activa en que deben reeducarse las conciencias abatidas y menguadas por el temor y por la falta de libertad.”
Éste fue el último artículo que Roa Bastos publicó en el periódico paraguayo El País, el 22 de enero de 1947, antes de que este medio fuese clausurado por tiempo indeterminado y de que Roa Bastos y su director, el doctor Rafael Oddone, tuvieran que marcharse al exilio y se desencadenara la guerra civil. Sus palabras no han perdido un ápice de provocación en la actualidad. Una conmovedora defensa de la democracia, la que “hasta los dictadores pretenden usar como pasaporte para llegar a la ciudadanía.” – Carátula -.
“La personalidad humana tiene sus formas de expresión en cada individuo, es una fuerza que se manifiesta y actúa incontenible y se plasma en la vida y en cada uno de los actos de la existencia diaria. El artista la exterioriza en la poesía, la pintura y la escultura como un vuelo del espíritu cuya libertad no admite frenos. El comerciante, el hombre de empresa, por muy rico que sea, por exacta que sea su noción de que su dinero es excesivo para subvertir todas sus necesidades y caprichos, al dar cima a un negocio comienza a planear otros, al modo de los guerreros de otros tiempos, que antes de consolidar sus conquistas, ya preparaban sus huestes para subyugar a otros pueblos.
“Nadie escapa a ese impulso interno: el abogado, el médico, el maestro, el misionero, el dictador, todos se sienten dominados por esa tendencia avasalladora que es noble cuando se orienta hacia un fin humano y que es morbosa cuando se endereza en oprimir y arrasar con los fundamentos de la vida social: la vida, la libertad, el honor y la propiedad.”
El dictador tiene una única pasión, “la sincera pasión del mando”, como un estímulo absolutamente patológico, pues en su empeño no se detiene por nada ni ante nadie, ni por el temor de la reprobación de los conciudadanos, ni por el recelo al desahucio internacional. En cualquiera situación en que otros hombres, carentes de esa pasión enfermiza, llegarían al sobresalto, el dictador sigue impávido su ruta. Frente al descalabro económico, perseguido por el clamor del pueblo, ante la inmensa responsabilidad del porvenir del país hipotecado por generaciones. Su preocupación no será otra que la de aferrarse al mando, no por espíritu de abnegación, sino para ejercitar su temperamento opresivo que un determinismo fatal gobierna y sostiene.
Ese mismo sentido de la irresponsabilidad campea en lo que se refiere a su persona, Fenelón, en un libro destinado a las enseñanzas del joven Duque de Borgoña, pone en boca de su personaje principal, Telémaco, un concepto aplicable a todos los que han sido situados o han llegado a colocarse gracias al mando, por encima de sus conciudadanos. “El más desgraciado de todos los hombres -decía el futuro rey de Ítaca- es un rey que se siente feliz tiranizando a sus súbditos. El es doblemente desgraciado por su ceguera. No conociendo su desgracia no puede curarse de su mal, y aun teme conocerlo. La verdad no puede penetrar la multitud de aduladores que le rodean. A su vez, él está tiranizado por sus pasiones y no conoce sus deberes. Ignora el placer de hacer el bien, y es digno de su desgracia siempre en aumento. Así corre hacia su perdición y los dioses le reservan como castigo el desprecio eterno.
Ningún retrato psicológico del dictador es más exacto que éste en que se pinta la inconsciencia con que hace la desgracia de su pueblo. Pero aparte de la condenación histórica con que se hace acreedor, el dictador deja tras de sí una cadena de males de los que difícilmente puede zafarse la nación. La restauración de la democracia es sumamente difícil. Desaparecido el dictador queda su secuela y los vestigios de la violencia empleada, que suscitan nuevas violencias para eliminarlas.
Los países que han sufrido dictaduras requieren por eso un largo proceso de convalecencia activa en que deben reeducarse las conciencias abatidas y menguadas por el temor y por la falta de ejercicio de la libertad. El individuo que ha despertado a la vida bajo el signo de la opresión, que ha visto mandar y no gobernar, que no ha oído la palabra persuasiva del demócrata, pero sí ha visto el gesto airado y prepotente del domador, debe ser puesto ante la realidad de esa norma de decencia concentrada en la palabra democracia, que por lo mismo, hasta los dictadores pretenden usar como pasaporte para llegar hasta la ciudadanía.