Hijo de Hombre
Yo el Supremo
El Sonámbulo
La Vigilia del Almirante
El Fiscal
Contravida
Madama Sui
Frente al frente argentino. Frente al frente paraguayo
Hijo de hombre (1960) es la primera novela de una trilogía basada en la realidad histórica y social de Paraguay a la que pertenecen también Yo, el Supremo (1974) y El fiscal (1993). En las palabras que pronunció Roa Bastos al recibir el Premio Losada por Hijo de hombre antepuso el mérito de la sinceridad al de la belleza, el clamor popular a la destreza técnica y a la sabiduría del novelista, y se pronunció por una «literatura militante de la realidad humana». En ese mismo discurso dejó enunciado el tema central de Hijo de hombre y de toda su narrativa: «mostrar la rebelión del hombre en sociedad contra todo lo que aplasta y degrada». Tales declaraciones pueden resultar engañosas si se toman al pie de la letra, porque su escritura, lejos de ser testimonial, lleva detrás una complejísima elaboración que ha merecido el reconocimiento unánime de la crítica.
Sobre la redacción de esta novela ha explicado el autor que fue resultado de la tentativa fracasada de escribir un cuento, al estilo de los que ya había publicado en El trueno entre las hojas (1953), basado en una historia real ocurrida en Paraguay, y que fue escrita de un tirón en dos meses. Sin embargo, la trayectoria de la novela no culminó entonces sino que, como ha sucedido con otras obras suyas, ha sido revisada y transformada por el escritor con arreglo a lo que él llamaba «la política de las variaciones», que consistía en «variar el texto indefinidamente sin hacerle perder su naturaleza originaria sino, por el contrario, enriqueciéndola con sutiles modificaciones» (1). Así en 1982 apareció una nueva edición publicada primero en francés (Fils d’homme, Paris, Belfond, 1982, traducción de Iris Jiménez) y tres años más tarde en español (Madrid, Alfaguara, 2.ª reimpresión revisada y aumentada, 1985). Para comprender las razones de esta segunda versión hay que tener en cuenta que en Hijo de hombre el autor trató de buscar la unidad, a través de la lengua literaria, de los dos universos escindidos de la cultura paraguaya. Su segunda novela, Yo, el Supremo (1974), representó una considerable maduración del escritor en este terreno que quiso aprovechar para su primera novela; de ella derivan las transformaciones que introdujo y dieron como resultado un texto más exigente consigo mismo y con el lector, sin que la novela cambiara en lo sustancial.
Los sucesos referidos en la obra quedan comprendidos en un período que abarca desde al última aparición del cometa Halley en 1910 hasta el fin de la Guerra del Chaco, en 1935. Como precisó Hugo Rodríguez Alcalá: «Roa ha querido escribir la intrahistoria de su patria, a partir del tiempo del dictador José Gaspar de Francia hasta la misma actualidad angustiada de un pueblo lacerado por luchas civiles» (2). Sin embargo, a diferencia de Yo, el Supremo, en que la historia gira alrededor de esta figura, en Hijo de hombre es el hombre oscuro y sin historia, el pueblo llano, el que hace la Historia. No es superfluo traer a colación la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo como remotísimo precedente de este fenómeno.
Pero los referentes históricos no constituyen por sí solos la sustancia de Hijo de hombre. Hace falta un sentido que los trascienda, y es ahí donde interviene el plano mítico que recorre toda la novela y concierne al tiempo, al espacio, a los personajes, a los objetos (el Cristo, el vagón, el camión, etcétera) a la estructura misma y a todos los niveles de significación. Historia y mito resultan así dos pilares sobre los que se sustenta el edificio narrativo. En el plano histórico, cada acontecimiento del presente actualiza, por así decir, otro que sucedió en el pasado. El proceso narrativo describe una espiral en la que se avanza en el tiempo pero se repiten cíclicamente hechos ya ocurridos. Es la misma dinámica con la que numerosos escritores hispanoamericanos —Carpentier y García Márquez, entre ellos— han interpretado los procesos históricos de los países americanos. A poco que se profundice en el contenido de la novela se aprecia que a Roa Bastos no le interesaba tanto reconstruir el desarrollo de la Guerra del Chaco —un acontecimiento fundamental en la Historia del Paraguay— como el proceso global en el que se inserta, de forma que resulte posible comprender las tensiones y conflictos sociales y culturales que subyacen en él. Hay varios hitos en la obra que jalonan dicho proceso. La evocación hecha, en el capítulo primero, por Macario, de la dictadura de José Gaspar de Francia (1814-1840) y la Guerra Grande o guerra contra la Triple Alianza (1864-1870). El capítulo segundo, donde se explican las circunstancias de la insurrección agraria de 1912 y la matanza de los rebeldes en plena estación provocada por la delación de un telegrafista. El capítulo cuarto, donde se denuncian las atrocidades cometidas por la oligarquía liberal paraguaya, en los yerbales de Takurú-Pukú, con los «mensús». Y los capítulos séptimo y octavo, que se refieren a la Guerra del Chaco (1932-1935).
Desde el comienzo, la novela sumerge al lector en la dualidad al ir precedida de dos epígrafes: uno tomado del Libro de Ezequiel, perteneciente a la tradición judeo-cristiana, y otro, del Himno de los muertos de los guaraníes. La elección de epígrafes religiosos tiene mucho que ver con la incidencia que la religión ha tenido en aquella región, como en toda Hispanoamérica, y con el hecho de que fue el vehículo de la aculturación. Por ello, también los protagonistas, los héroes populares de la novela —Gaspar Mora, Casiano y Cristóbal Jara, y Crisanto Villalba— corresponden a un paradigma bíblico, el de aquellos cuyo destino es llamado a cumplir una misión de salvación para el pueblo. Pero, en general, la religiosidad del pueblo paraguayo, tal como está representada en la novela, significa una subversión de la religión católica impuesta por la conquista y evangelización. El ejemplo más representativo es el culto popular al Cristo de Itapé, tallado por Gaspar Mora, que se describe ya en el primer capítulo. Incluso el título de la novela, si bien inspirado en la frase de Ezequiel, cobra su verdadero significado en esa inversión que las culturas indígenas oprimidas hicieron de una doctrina religiosa que no acababan de entender.
También la estructura de la novela y la cosmovisión están recorridas por la dualidad, algo que está en consonancia con el concepto binario de la vida que caracteriza las culturas aborígenes del Paraguay (3). La primera se articula a través de diez capítulos casi independientes entre sí, de forma que los capítulos impares están narrados en primera persona y los pares en tercera, y, a veces, tratan sobre acontecimientos comunes, por lo que se superponen perspectivas distintas sobre un mismo acontecimiento. Eso sucede con el episodio del camión aguatero conducido por Cristóbal Jara, contado en el capítulo séptimo, en primera persona, por Miguel Vera, y en el capítulo octavo, en tercera persona, a cargo de un narrador omnisciente e innominado. Este desempeña más bien la función mediadora de un cronista que va integrando todas las peripecias de la vida colectiva y confiriéndoles un sentido, responde a un criterio objetivo e impersonal; en cambio, Miguel Vera, al estar implicado en la historia, impone su visión de los hechos, aunque también presenta la de otros personajes. En cierta ocasión Roa Bastos hizo una distinción entre la narración imaginaria, presidida por el pronombre yo y el discurso historiográfico regido por el pronombre él (4). En la novela probablemente quiso jugar con las dos posibilidades narrativas de forma complementaria, así daba a entender que había en ella un trasfondo histórico real pero sin dejar de ser una ficción novelesca. Se trataría de una versión alternativa a la historia oficial. No todos los capítulos se ajustan a los criterios comentados. El capítulo séptimo es la trascripción del diario de Miguel Vera, que comienza el primero de enero de 1932 en el destino militar de Peña Hermosa, cuando estaba a punto de comenzar la Guerra del Chaco. Y el capítulo noveno corresponde a la declaración de una monja celadora de la Orden Terciaria a Miguel Vera, nuevo alcalde de Itapé, quien deja de ser el que enuncia (1.ª persona) para convertirse en destinatario (2.ª persona).
En las palabras liminares a la segunda edición de Hijo de hombre, Roa Bastos aludió al conflicto lingüístico que le afectaba a él y a los escritores paraguayos por pertenecer a una cultura bilingüe. En efecto, Paraguay es el único país totalmente bilingüe de Hispanoamérica, aunque el castellano se impone en el ámbito social y el guaraní se reserva para el mundo afectivo y familiar. Aún escribiendo en castellano, el guaraní es una marca de oralidad a la que el autor no puede sustraerse y que de un modo u otro se proyecta en el texto. Desde su primer libro Roa Bastos se propuso buscar una solución lingüística y estética a la vez, semántica y simbólica, que diera cuenta de la diglosia imperante en la comunidad paraguaya. Para ello recurrió a estudios lingüísticos, etnográficos y antropológicos con el afán de profundizar en estas cuestiones y comprenderlas en toda su complejidad. Esa búsqueda implicaba una inmersión en los valores tradicionales y propios que han permanecido vivos a pesar de la aculturación, una toma de posición por la cultura de los vencidos históricamente, del mundo indígena.
En suma, la preocupación por el proceso histórico y la identidad paraguaya unida a una exigencia artística considerable hacen de Hijo de hombre una de las mejores novelas hispanoamericanas del siglo XX.
El día que Augusto Roa Bastos ganó el premio Cervantes, a Gabriel García Márquez le bastó con exprimir un poco la memoria y, con su habitual ingenio para reescribir la historia, las historias, le envió un telegrama que decía sencilla y generosamente: Tú, El Supremo.
No es casual que la imagen de Roa -al que Doña Josefina Plá siguió siempre llamando Roíta, como se lo rebautizó en Vy'a Raity, dada su pequeña, frágil y tierna figura, desde el rostro tristón, a una nariz pegado, hasta su gesto permanentemente sencillo y fraterna- haya quedado definitivamente ligado a la inmensa, austera y terrorífica imagen del Supremo Dictador, hasta el punto que los títulos de los artículos sobre su obra desde los más informativos hasta los más analíticos vayan irremediablemente unidos al Supremo y que haya sido condenado por los caricaturistas a vestir de por vida y por muerte las ropas pomposas del Dictador.
El Dr. Francia no es sólo YO EL SUPREMO, sino que atraviesa toda la obra de Roa, como una permanente e inevitable alucinación, como atraviesa toda la historia del Paraguay, marcándola a fuego, como marcó para siempre la mano de Macario, el personaje que abre HIJO DE HOMBRE, con "la onza de oro" candente que "El mismo Karai Guasú la había puesto en un brasero", para tentar al robo y castigar al ladrón, denunciado por "la llaga de la verdad". Y no contento con el castigo, hacer que su padre le "enderezara" con cincuenta azotes propinados con "una rama de guayabo mojada en vinagre y sal".
PRIMERA-ÚLTIMA-PRIMERA
Roa quiso reencontrar y reescribir su primera historia, LUCHA HASTA EL ALBA, "Cuando hacia 1968 comencé a compilar YO EL SUPREMO, encontré el cuento esfumado -una palabra prestada de las artes visuales, que es frecuente en los ensayos y en las notas explicativas de sus narraciones o en sus obras de teatro, desde sus tiempos de cineasta- entre las páginas del TRATADO DE PINTURA, de Leonardo da Vinci, libro que yo aprecio particularmente y que me enseñó a ver el sentido del mundo como un vasto jeroglífico en movimiento pero cuyos signos son tal vez indescifrables".
Digo quiso encontrar y reescribir, porque como él confiesa, y sabemos los que lo frecuentamos, era uno de sus libros de cabecera, permanentemente leído y releído. Y nos data, más que la fecha, el momento de su historia en que decide encontrar el cuento "esfumado", fantasmal; cuando comienza "a compilar YO EL SUPREMO".
En este cuento, marcado fuertemente como autobiográfico, la historia del protagonista comienza también marcada, a cintarazos, por su padre: "¡Ahí lo tienen al futuro tirano del Paraguay! ¡Rebelde ahora, déspota después! ...¡A vergajazos voy a enderezar a este cachorro del maldito Karai-Guasu".
Cuento primero-último-primero, entonces, como el ancestral canto de los guaraníes, al que tantas veces recurrió develando la inevitable relación significativa del ñe´e, palabra y alma al mismo tiempo.
Roa comienza a "compilar" El Supremo con el recuerdo escrito sobre su propio cuerpo, como Macario comienza a rememorar HIJO DE HOMBRE con la marca escrita por el Dictador en el suyo.
COMPONIENDO JEROGLÍFICOS
La primera de sus obras relevantes es EL TRUENO ENTRE LAS HOJAS, un conjunto de cuentos que cuentan, aunque muchas, una sola historia, la que comienza en CARPINCHEROS, con la rubia y soñadora Gretchen, y termina en el mismo lugar con ella convertida en la protectora Yasy Möröti, navegando ya con los carpincheros, en el último relato, justamente, el que da el nombre al libro.
Todos los cuentos no son sino parte del jeroglífico que Roa comienza a desentrañar, marcando su destino literario: narrar su aldea, su Manorä, narrar el Paraguay, desentrañar y recomponer el jeroglífico.
En ese conjunto de historia se prefigura la construcción de HIJO DE HOMBRE, legible como un conjunto de historias, hasta el punto que el mismo autor le sacó una, MADERA QUEMADA, a la primera edición, que volvió a añadirle a su reedición-reescritura, reivindicando el derecho del autor a volver a escribir sus textos, aunque ya sean éditos. MADERA QUEMADA pasa de ser capítulo de novela a cuento y, luego, vuelve a esfumarse en la novela, sin que afecte un ápice a la estructura narrativa ni a la comprensión del relato, ya ausente ya presente.
Citando a Yeats al comienzo de la reedición corregida y aumentada anticipa su obsesión: "Cuando retoco mis obras es a mí a quien retoco".
Es que Roa está escribiendo siempre una sola historia, y sus variaciones, la única que escribe todo escritor, como le gustaba parafrasear a Roland Sarthes.
LA ISLA RODEADA DE RÍOS
Lo deja escrito en su primera-última historia: "Hay lugares de donde no se puede salir. Y este lugar de Manorá, en Iturbe del Guairá, es uno de ellos".
Donde lo confinó el Supremo y de dónde no lo pudieron exiliar los aprendices de Francia que marcaron, con sangre, la historia contemporánea del Paraguay, ya que contra más lejos y más confinado lo exiliaron, más su imaginación se asentó en su portón de los sueños, en Manorä, en Itapé, en las orillas del Tebicuary, donde los esclavos de los ingenios azucareros ven pasar a los eternos navegantes sin tierra propia, salvo el camino, la estela marcada en el río, los carpincheros. Como Roa navegando una y otra vez en torno a ese mítico trozo de suelo de su isla rodeada de ríos, esfumado como un fantasma en su tierra, para que no pudieran desterrarlo, despatriarlo.
En uno de los tantos testamentos que escribió en distintas etapas de su vida, cuando estaba en el exilio, notablemente, pidió que cremaran sus restos y esparcieran las cenizas sobre el Paraná, por donde seguiría habitando, perfectamente esfumado, navegando por uno de los ríos de su patria, sin que la dictadura pudiera detenerlo ni alejarlo.
COMPILADOR DEL LIBRO QUE ESCRIBEN LOS PUEBLOS
En sus Reflexiones sobre el guión cinematográfico, escritas como preámbulo a la edición del guión de CHOFERES DEL CHACO, nos deja ver mucho de lo que tiene la novelística de Roa del cine: "Ahora la imagen se hallaba en movimiento y dejaba entrever los intersticios de la materia, los enigmas del alma humana, como en los sueños, sin dejar de ser real".
Como le diría Buñuel -cuyo PERRO ANDALUZ cita como obra modelo- a su guionista, cuando le comentó que tal película quedaba corta para la exhibición: no importa, le añadimos un sueño. Buñueliano, Roa suma sueños, y los resta, conformando un gran sueño. Presentando todas las piezas del jeroglífico, imponiéndoles un orden "cuyos signos son tal vez indescifrables", de la única manera en que puede exponerlos y narrarlos con armonía, como un gran caleidoscopio, cuyos signos se van mezclando en distintos momentos, en distintos órdenes.
En YO EL SUPREMO va a llevar esa configuración hasta el paroxismo, de ahí que insista en calificarse "compilador" del libro que escriben los pueblos. No se trata, como algunos han pretendido interpretar, de una concesión populista o uno de sus tantos gestos de modestia. Para él es un honor, una misión, ser el compilador del libro que escriben los pueblos, la palabra de su pueblo.
En pocos escritos o declaraciones Roa ha sido tan elocuente al referirse a esta obra como en el prólogo a su versión teatral: "las imágenes mueren solas, se esfuman"; "Todo esto no concierne solamente a la escenografía; tiene que ver también la fractura, el ralentamiento o la aceleración de los ritmos dramáticos". En cuanto a la forma y la estructura.
También es elocuente en cuanto al contenido, sobre la dicotomía simplista de si su discurso es francista o antifrancista: "Ninguna causa puede justificar y legitimar el despotismo, el dominio de una clase por otra o la opresión de la sociedad en su conjunto la férula de grupos, castas o del infaltable "hombre providencial".
"Es cierto que el logro en Paraguay de la autarquía, la independencia y la autodeterminación se debió al régimen dictatorial francista en la primera mitad del siglo pasado; el más austero que nuestras repúblicas conocieron desde la emancipación. Aun así la sociedad paraguaya tuvo que pagarlo caro como una ilevantable deuda de la historia. Quedó marcada desde su nacimiento por el maligno signo del poder. No conoció jamás la democracia en su amplitud de libertad y responsabilidad; es decir, la libertad del hombre en sociedad, el hombre libre en sí pero responsable ante los otros".
MIRANDO DEL REVÉS
En el prólogo a otra de sus obras teatrales, PANCHA GARMENDIA Y ELISA LYNCH, aclara aún más su concepción de la historia vista desde la "compilación" de las voces y los mitos de los pueblos: "Es una versión extraída del imaginario colectivo en el que el personaje de Pancha Garmendia se ha transmutado en una imagen mítica en permanente metamorfosis. Es pues, con relación a la historia oficial, una obra antihistórica, transgresiva, que se mantiene sin embargo fiel al sentido de la historia vivida y a su viviente expresión en la tradición oral. Los perfiles legendarios e imaginativos, simbólicos, permiten seguir puntualmente el destino de la protagonista y "leer" al revés de la trama que la historiografía le quiso asignar fijando sus rasgas de una manera inmutable en virtud de una cierta ideología del etnocentrismo y patrioterismo paraguayos generalmente maniqueos y según provenga de los enemigos o de los partidarios de Francisco Solano López".
Basta cambiar López por Francia.
Roa alude más de una vez a leer la historia del revés, cita incluso la célebre frase de Baltasar Gracián, en VIGILIA DEL ALMIRANTE: "sólo mirándolas del revés se ven bien las cosas de este mundo".
Esa es una de las claves de su enfoque narrativo: poner el lente al revés de la historia, transgredir los tiempos y contrastar los discursos de los protagonistas. Ninguna de sus obras es unipersonal, de una sola voz, de un narrador absoluto, exclusivo y excluyente; es siempre un intento de ordenar, como nos dice cuando habla de lo que aprendió del libro de Leonardo, a ver el sentido como un vasto jeroglífico en movimiento, cuyos signos son indescifrables por sí solos.
Y, habría que especificar en su caso, el sentido de la historia, desde las remotas dimensiones del mito hasta los escrupulosos inventarios de absurdos de los historiadores (ver el caso ilustrativo del rastreo de LOS RESTOS MORTALES DEL DOCTOR JOSÉ GASPAR RODRÍGUEZ DE FRANCIA, editado por el Ministerio del Interior de Paraguay en junio de 1962, parte del desconcertante epílogo de la novela de EL SUPREMO).
UN LIBRO DEL REVÉS
La Nota final del Compilador es más contradictoriamente, dialécticamente, aclaradora:
"Ya habrá advertido el lector que, al revés de los textos usuales, éste ha sido leído primero y escrito después. En lugar de decir y escribir cosa nueva, no ha hecho más que copiar fielmente lo ya dicho y compuesto por otros".
Mucho se ha hablado, de EL SUPREMO DICTADOR, de JULIO CÉSAR CHÁVES, como influyente en la "documentación" utilizada por Roa en sus largos cinco años intensos de escritura definitiva, pues como se ve desde su LUCHA HASTA EL ALBA, escribió esa historia toda su vida. Más influyente, y más acorde con el estilo del Compilador, es EL DOCTOR FRANCIA VISTO Y OÍDO POR SUS CONTEMPORÁNEOS, de JOSÉ ANTONIO VÁZQUEZ, compilación de documentos y testimonios de época.
Mucho se ha dicho también del estilo cervantino; ¿acaso no es EL QUIJOTE un conjunto de muchas voces, desde el manuscrito original escrito en árabe y casualmente encontrado, hasta todos los relatos y todas las voces populares que se escuchan-leen en sus páginas?
Sin duda, hay una gran conexión entre EL QUIJOTE y EL SUPREMO, con sus contrapuntos de Sancho y Patiño, con las voces de los pueblos que invaden permanentemente la historia central contándonos relatos populares, historias, mitos y leyendas, sueños, esfumados, caleidoscopio de un mundo plagado de signos indescifrables, en busca de un desciframiento del sentido de la vida y de la historia.
** Roa hizo el reconocimiento en su cervantino discurso al recibir el Premio Cervantes, nombrándolo a su maestro "Supremo Señor de la Imaginación y de la Lengua". A él le cabe el título de "KARAI GUASU DE LA PALABRA-ALMA".
ANTONIO CARMONA
Yo el supremo Dictador de la República
Ordeno que al acaecer mi muerte mi
cadáver sea decapitado; la cabeza puesta
en una pica por tres días en la Plaza de la
República donde se convocará al pueblo al
son de las campanas echadas a vuelo.
Todos mis servidores civiles y militares
sufrirán pena de horca. Sus cadáveres
serán enterrados en potreros de extramuros
sin cruz ni marca que memore sus nombres.
Al término del dicho plazo, mando que mis
restos sean quemados y las cenizas
arrojadas al río.
¿Dónde encontraron eso? Clavado en la puerta de la catedral, Excelencia. Una partida de granaderos lo descubrió esta madrugada y lo retiró llevándolo a la comandancia. Felizmente nadie alcanzó a leerlo. No te he preguntado eso ni es cosa que importe. Tiene razón Usía, la tinta de los pasquines se vuelve agria más pronto que la leche. Tampoco es hoja de Gaceta porteña ni arrancada de libros, señor. ¡Qué libros va a haber aquí fuera de los míos! Hace mucho tiempo que los aristócratas de las veinte familias han convertido los suyos en naipes. Allanar las casas de los antipatriotas. Los calabozos, ahí en los calabozos, vichean en los calabozos. Entre esas ratas uñudas greñudas puede hallarse el culpable. Apriétales los refalsos a esos falsarios. Sobre todo a Peña y a Molas. Tráeme las cartas en las que Molas me rinde pleitesía durante el Primer Consulado, luego durante la Primera Dictadura. Quiero releer el discurso que pronunció en la Asamblea del año 14 reclamando mi elección de Dictador. Muy distinta en su letra en la minuta del discurso, en las instrucciones a los diputados, en la denuncia en que años más tarde acusará a un hermano por robarle ganado de su estancia de Altos. Puedo repetir lo que dicen esos papeles, Excelencia. No te he pedido que me vengas a recitar los millares de expedientes, autos, providencias del archivo. Te he ordenado simplemente que me traigas el legajo de Mariano Antonio Molas. Tráeme también los panfletos de Manuel Pedro de Peña. ¡Sicofantes rencillosos! Se jactan de haber sido el verbo de de la independencia. ¡Ratas! Nunca la entendieron. Se creen dueños de sus palabras en los calabozos. No saben más de chillar. No han enmudecido todavía. Siempre encuentra nuevas formas de secretar su maldito veneno. Sacan panfletos, pasquines, libelos, caricaturas. Soy una figura indispensable para la maledicencia. Por mi, pueden fabricar su papel con trapos consagrados. Escribirlo, imprimirlo con letras consagradas sobre una prensa consagrada. ¡Impriman sus pasquines en el Monte Sinaí, si se les frunce la realísima gana, folicularios letrinarios!
Hum. Ah. Oraciones fúnebres, panfletos condenándome a la hoguera. Bah. Ahora se atreven a parodiar mis Decretos supremos. Remedan mi lenguaje, mi letra, buscando infiltrarse a través de él; llegar hasta mí desde sus madrigueras. Taparme la boca con la voz que los fulmino. Recubrirme en palabra, en figura. Viejo ruco de los hechiceros de las tribus. Refuerza la vigilancia de los que se alucinan con poder suplantarme después de muerto.
¿Dónde está el legajo de los anónimos? Ahí lo tiene, excelencia, bajo su mano.
No es del todo improbable que los dos tunantes escrivanos Molas y de la Peña hayan podido dictar esta mofa. La burla muestra el estilo de los infames faccionarios porteñistas. Si son ellos, inmolo a Molas, despeño a Peña. Pudo uno de sus infames secuaces aprenderla de memoria. Escrita un segundo. Un tercero va y pega el escarnio con cuatro chinches en la puerta de la catedral. Los propios guardianes, los peores infieles. Razón que le sobra a Usía. Frente a lo que Vuecencia dice, hasta la verdad parece mentira. No te pido que me adules, Patiño. Te ordeno que busques y descubras al autor del pasquín. Debes ser capaz, la ley es un agujero sin fondo, de encontrar un pelo en ese agujero. Escúlcales el alma a Peña y a Molas. Señor, no pueden. Están encerrados en la más total oscuridad desde hace años. ¿Y eso qué? Después del último Clamor que se le intercepto a Molas, Excelencia, mande tapiar a cal y canto las claraboyas, las rendijas de las puertas, las fallas de tapias y techos. Sabes que continuamente los presos amaestran ratones para sus comunicaciones clandestinas. También mande taponar todos los agujeros y corredores de las hormigas, las alcantarillas de los grillos, los suspiros de las grietas. Oscuridad más obscura imposible, Señor. No tienen con qué escribir. ¿Olvidas la memoria, tú, memorioso patán? Puede que no tener luz ni aire. Tienen memoria. Memoria igual a la tuya. Memoria de cucaracha de archivo, trescientos millones de años más vieja que el homo sapiens. Memoria del pez, de la rana, del loro limpiándose siempre el pico del mismo lado. Lo cual no quiere decir que sean inteligentes. Todo lo contrario. ¿Puedes certificar de memorioso al gato escaldado que huye hasta del agua fría? No, sino que es un gato miedoso. La escaldadura le ha entrado en la memoria. La memoria no recuerda el miedo. Se ha trastornado en miedo ella misma.
¿Sabes tú qué es la memoria? Estomago del alma, dijo erróneamente alguien. Aunque en el nombrar las cosas nunca hay un primero. No hay más que infinidad de repetidores. Sólo se inventan nuevos errores. Memoria de uno solo no sirve para nada.
Estómago del alma. ¡Vaya fineza! ¿Qué alma han de tener estos desalmados calumniadores? Estómagos cuádruples de bestias cuatropeas. Estómagos rumiantes. Es ahí donde cocinan sus calderadas de infamias. ¿De qué memoria no han de necesitar para acordarse de tantas patrañas como han forjado con el único fin de difamarme, de calumniar al Gobierno? Memoria de masca-masca. Memoria de ingiero-digiero. Repetitiva. Desfigurativa. Mancillativa. Profetizaron convenir a este país en la nueva Atenas. Areópago de las ciencias, las letras, las artes de este Continente. Lo que buscaban en realidad bajo tales quimeras era entregar el Paraguay al mejor postor. A punto de conseguirlo estuvieron los areopagitas. Los fui sacando de en medio. Los derroque uno a uno. Los puse donde debían estar. ¡Areópagos a mí! ¡A la cárcel, collones!
Al reo Manuel Pedro de Peña, papagayo mayor del patriciado, lo desblasoné. Descolguelo de su heráldica percha. Lo enjaule en un calabozo. Aprendió allí a recitar sin equivocarse desde la A a la Z los cien mil vocablos del diccionario de la Real Académica. De este modo ejercita su memoria en el cementerio de las palabras. No se le vayan a herrumbrar los esmaltes, los metales de su diapasón palabrero. El doctor Mariano Antonio Molas, el abogado Molas, vamos, el escriba Molas, recita sin descanso, hasta en sueños, trozos de una descripción de lo que él llama la Antigua Provincia del Paraguay. Para estos últimos areopagitas sobrevivientes, la paria continúa siendo la antigua provincia. No mentan, aunque sea por decoro de sus lenguas colonizadas, a la Provincia Gigante de las Indias, al fin de cuentas, abuela, madre, tía, parienta pobre de virreinato del Río de la plata enriquecido a su costa.
Aquí usan y abusan de su rumiante memoria no solamente los patricios y areopagitas vernáculos. También los marsupiales extranjeros que robaron al país y embolsaron en el estomago de su alma el recuerdo de sus ladroncillos. Ahí está el franjes Pedro Martell. Después de veinte años de calabozo y otros tantos de locura sigue temando con su cajón de onzas de oro. Todas las noches saca furtivamente el cofre del hoyo que ha cavado con las uñas bajo su hamaca; encuentra una por una las relucientes monedas; las prueba con las desdentadas encías; las vuelve a meter en su caja fuerte y la entierra otra vez en el hoyo. Se tumba en la hamaca y duerme feliz sobre su imaginario tesoro. ¿Quién podría sentirse más protegido que él? Del mismo modo vivió en los sótanos por muchos años otro francés, Charles Andréu-Legard, ex prisioneros de la Bastilla, rumiando sus recuerdos en mi bastilla republicana. ¿Puede decirse acaso que estos didelfos saben que cosa es la memoria? Ni tú ni ellos lo saben. Los que lo saben ni tienen memoria. Los memoriones son casi siempre antidotados imbéciles. A más de malvados embaucadores. O algo peor todavía. Emplean su memoria en el daño ajeno, mas no saben hacerlo ni siquiera en el propio bien. No pueden compararse con el gato escaldado. Memoria del loro, de la vaca, del burro. No la memoria-sentido, memoria-juicio dueña de una robusta imaginación capaz de engendrar por si misma los acontecimientos. Los hechos sucedidos cambian continuamente. El hombre de buena memoria no recuerda nada porque no olvida nada.
LA GUERRA GRANDE VISTA
POR UN SONÁMBULO<
Daniel Balderston
Mellon Professor of Modern Languages
University of Pittsburgh
RESUMEN: Este ensayo analiza el cuento “El sonámbulo” de Augusto Roa Bastos en relación a la obra artística del pintor argentino Cándido López en su esfuerzo por representar los desastres de la Guerra de la Triple Alianza (1865-1870). Este cuento de Roa Bastos enfoca las incertidumbres de la representación, en la idea de la guerra (y su papel central en la historia paraguaya) como una pesadilla que sólo puede verla un sonámbulo.
Roa Bastos reescribía. Como observa Carla Fernandes en Augusto Roa Bastos: Ecriture et oralité, su texto funciona como un palimpsesto, con múltiples niveles de escritura. La segunda versión de Hijo de hombre (publicada más de veinte años después de la primera) incorpora un texto que había sido publicado independientemente años antes en Madera quemada (1967), una colección de cuentos, y el final de la novela se modifica de forma notable. Yo el Supremo se reescribe como obra de teatro. Y un texto breve publicado en una colección de textos e ilustraciones sobre Cándido López pasa a formar parte, después de grandes modificaciones, de la novela El fiscal (1993). Este último es el caso que nos ocupará hoy: el relato “El sonámbulo”, sobre la Guerra Grande o la Guerra de la Triple Alianza, la historia del traidor Silvestre Carmona. Es un texto breve pero grandioso, tal vez la última obra maestra que escribió Roa. Desgraciadamente pierde fuerza al pasar a ser un breve episodio de El fiscal, pero el proceso de su incorporación en esa novela nos ayuda a entender los procesos de composición de la última época de la producción de Roa.
“El sonámbulo” apareció por primera, y que yo sepa por única, vez en el libro Cándido López: Imágenes de la guerra del Paraguay, publicado por Franco Maria Ricci en 1984. El libro contiene, además del relato de Roa, una breve nota introductoria de Ricci, una introducción a cargo de Marta Dujovne, “Cándido López, cronista del pincel”, un catálogo de las obras de López que tienen que ver con la guerra del Paraguay, el ensayo “Las cartas de un voluntario” de Antonio Candido (sobre las cartas del teniente brasileño Pio Corrêa da Rocha), y una cronología de la guerra. Aunque el colofón del libro dice que la edición fue de cinco mil ejemplares, es un libro bastante inhallable ahora; las fotocopias que manejo son del ejemplar que tiene John Kraniauskas en Londres. Y – como en todo lo que he escrito sobre Roa – este modesto trabajo forma parte de un diálogo ya de años con Kraniauskas, uno de los grandes lectores de Roa. El protagonista-narrador de “El sonámbulo”, Silvestre Carmona, entrega su historia por escrito al Fiscal General. Habla de su nacimiento el día que murió el doctor Francia en 1840, de su juventud, de su trabajo de escribiente con Carlos Antonio López y sus primeros encuentros con Francisco Solano López, sus estudios en Europa, su participación en la Guerra Grande, y de su viaje a Cerro Corá donde traiciona a Solano López y huye. El fiscal, rabioso enemigo de Solano López, hace comentarios manuscritos sobre el texto de Carmona, que en la edición de Ricci están en cursivas en el margen. La introducción al relato, firmada por el “compilador”, explica que encontró el manuscrito (con los comentarios manuscritos del fiscal) en los archivos de la Fiscalía General del Estado, mientras trabajaba de periodista a principios de 1947. Como esa fecha es justo antes del exilio argentino de Roa Bastos, y que éste utiliza el título “compilador” para referirse a sí mismo en Yo el Supremo, es justificable identificarlo como autor de la nota preliminar al relato.
Y en su historia de vida aparece Cándido López: Así, de aquellos primeros años, de aquellas historias increíbles a reventar de vida y muerte, una es la que rememoro y veo con más nitidez: la del soldado enemigo que se ponía a pintar los preparativos de una batalla, o el paisaje sepulcral poblado de muertos, que dejaba una derrota. Sentado en un tronco, o de rodillas frente al caballete, con la visera del kepis sobre la nuca, fijaba con sus pinceles esas visiones que envejecían rápidamente.
Cuando lo descubrí por primera vez en los campamentos aliados de Paso de la Patria, sospeché que se trataba de una nueva forma de alucinación. Le disparé un tiro que levantó un poco de tierra detrás del caballete. No se inmutó: volvió fugazmente la cabeza en dirección a mi escondrijo, lanzó un escupitajo y continuó pintando, impasible. No fui yo solo quien lo vio: muchos otros lo avistaron pintando con la misma impavidez el desarrollo de los combates, sentado en lo alto de las barrancas. Lo apodaron el ta’angá apohá (el hacedor-defiguras). Quimera o no, lo volví a ver en Estero Bellaco, en Curuzú, en Tuyutí; por último en Curupaytí, al día siguiente del desastre de los aliados. Pretextos recorridas de exploración, salía a buscar a ese fantasma que pintaba fantasmas. Con el catalejo no tardaba en ubicarlo. Absorto, hacía su trabajo sin apuro entre los reverberos del sol y el aire manchado por el humo de la pólvora y los incendios. Sólo cuando el sucio crepúsculo comenzaba a caer, parecía acometerlo cierta inquietud, como preocupado de que los millares de cadáveres se levantaran 3 de pronto, recogieran sus carroñas y se fueran caminando hacia algún lugar oscuro y desconocido.
En la tierra que las explosiones talaban y llenaban de cráteres, ese hombre fijaba el punto en que el tiempo aparece y desaparece. En ese punto, que abarcaba a todos, a vivos y muertos, a amigos y enemigos, también mi imagen – pensé – debe hallarse presente: la imagen de mi cuerpo escondido entre los matorrales; mis ojos observando a ese hombre cuyos ojos y manos disputaban al olvido el misterio de la comunión que la guerra forjaba: sus símbolos más visibles pero también más ocultos.
Me hubiera gustado que el hacedor-de-figuras llegara hasta Cerro-Corá, y que allí hubiese inmovilizado con inmutable pero viviente fijeza ese momento único en la historia de América.
Cuando Carmona enuncia este último deseo el pintor argentino desaparece de su relato. Es de sumo interés que el narrador nada dice de los bocetos de López: le interesa la figura del pintor más que su obra, mejor aún, le interesa la función del pintor. Se sabe o se siente retratado también por el otro: “también mi imagen . . . debe hallarse presente”. El deseo de que el pintor estuviera después en Cerro Corá es esclarecedor dado lo que pasa en el relato: desea que lo retrate en su traición (como hará él mismo después en su manuscrito). Antes, cuando hablaba de su trabajo de escribiente en el palacio de Carlos Antonio López, dijo: “La escritura me salvó” (60); queda claro que la escritura es también el medio por el que revela su traición – se traiciona, lo traiciona. La identificación que siente con el “pintor enemigo” depende, entonces, de ese paradójico gesto de inscribir su participación en la gesta heroica, y su traición a la patria, en la historia. (Años antes, Roa Bastos ya había hecho su reescritura del “Tema del traidor y del héroe” de Borges en su relato “Encuentro con el traidor”, en El baldío, en 1966.) La versión de este relato que aparece en El fiscal se modifica notablemente de acuerdo con la estética tremendista de la novela. Del relato de Silvestre Carmona queda sólo una brevísima mención:
Poco después, el coronel Silvestre Carmona, ayudante de campo del mariscal, ex fiscal de sangre, y uno de sus oficiales más valerosos, engrosó la fila de desertores que iban a entregarse a las fuerzas enemigas. Con el pretexto de enterrarlos en lugar seguro, llevó una buena parte de los cofres del tesoro en pago del asilo que le brindaron los brasileños. El mismo Silvestre Carmona, después de haber sido quien sugirió al mariscal el emplazamiento del cuartel general junto a la cavena [sic] del eco, iba a ser el guía de las tropas brasileñas en su ataque al bastión de Cerro-Corá, que terminó con el asesinato de Solano López. Y en la página siguiente, el propio Solano López comenta la traición de Carmona: “–A ese miserable Carmona, mil veces traidor, yo mismo lo hubiera destrozado a latigazos” . A eso se reduce la historia de Carmona en El fiscal. Cándido López, en cambio, se desarrolla en esta versión. Está el fugaz encuentro de Richard Burton con el pintor argentino en el campo de batalla: Por momentos no se sabe si Sir Richard está relatando lo que vio realmente, o si está traduciendo con palabras, necesariamente más pobres que las imágenes y como deformadas groseramente, las visiones de delirio de Cándido López, el 4 pintor de la tragedia. Burton vio y admiró esos cuadros que iban saliendo “del natural” pero también de una visión de ultratumba; incluso vio pintar a Cándido López, sentado entre los muertos, al final de una batalla. “Parecía un sordomudo o un sonámbulo completamente fuera del mundo real” – escribe en una de sus cartas (la décimo-tercera), totalmente dedicada al pintor.
Aquí la ficción de Roa transforma la cronología verídica, ya que los dibujos que hizo Cándido López en los campos de batalla (y reproducidos en el libro que publicó Ricci) son apenas bocetos de los grandes cuadros que pintó décadas después. En la novela también hay un “Cándido López paraguayo”, que acompaña a Francisco Solano López (y a Silvestre Carmona) a Cerro Corá, y allá pinta al mariscal crucificado. En El fiscal este Cándido López paraguayo se insinúa en la obra de su tocayo argentino cuando una exposición de los cuadros de éste se exhibe en Asunción. Al regreso a Buenos Aires, los curadores se dan cuenta que les han devuelto copias de las obras del gran pintor, no los originales, y que hay escenas de la guerra – como la muerte de López en Cerro Corá – que el pintor no pudo presenciar, retirado del campo de batalla como estaba después de la pérdida del brazo derecho. Esta malhadada idea forma parte de una novela bastante malograda. A la vez ilumina algo de la reacción de Roa Bastos a la obra del gran pintor argentino: no le satisfacen del todo las pinceladas delicadas con las que López retrata la acción de la guerra vista de lejos. Quiere una visión de cerca, más tremendista. La mirada distante, objetiva de López acaba molestándolo.
¿En qué sentido es un sonámbulo el narrador del relato? No lo es en sentido literal (como tampoco lo es en la cita de las cartas de Burton en El fiscal). Parece ser que el término se usa de forma metafórica para hablar de la experiencia de alguien que divaga por los escenarios de la Guerra Grande sin estar del todo, que traiciona al mariscal López sin haberlo planeado, que se siente distante de su experiencia. Supongo que es por eso que se establece el nexo con la pintura de Cándido López, también distanciado, también traidor (de cierta forma) a su patria, al retratar el sufrimiento de las tropas argentinas, brasileñas y paraguayas de forma nada heroica.
El libro de Ricci sobre Cándido López incluye fragmentos del diario de Cándido López y de sus descripciones de sus cuadros donde le da un sentido épico y nacional a su experiencia: un sentido que se desdibuja en los cuadros, nada heroicos. Si el emperador brasileño, el general Mitre, el coronel Borges, y el propio López se han identificado en los cuadros, no es porque el pintor los haya resaltado: son figuritas, como soldaditos de plomo, iguales que su tropa. Así también el narrador sonámbulo: narra de modo frío, distanciado. Todo lo contrario del tipo de narración de El fiscal, extremadamente personal y cercano. Lo que se puede observar en “El sonámbulo” es la manera en que Roa – desde la literatura – hace un lienzo panorámico del período más trágico de la historia paraguaya, y como ese panorama representa algunas de las otras representaciones más famosas de ese período.
Éste es un relato de ficción impura, o mixta, oscilante entre la realidad de la fábula y la fábula de la historia. Su visión y cosmovisión son las de un mestizo de “dos mundos”, de dos historias que se contradicen y se niegan. Es por tanto una obra heterodoxa, ahistórica, acaso anti-histórica, anti-maniquea, lejos de la parodia y del pastiche, del anatema y de la hagiografía.
Quiere este texto recuperar la carnadura del hombre común, oscuramente genial, que produjo sin saberlo, sin proponérselo, sin presentirlo siquiera, el mayor acontecimiento cosmográfico y cultural registrado en dos milenios de historia de la humanidad. Este hombre enigmático, tozudo, desmemoriado para todo lo que no fuera su obsesión, nos dejó su ausencia, su olvido. La historia le robó su nombre. Necesitó quinientos años para nacer como mito.
Podemos contar en lengua de hoy su historia adivinada; una de las tantas de posible invención sobre el puñado de sombra vagamente humana que quedó del Almirante; imaginar su presencia en presente; o mejor aún, en el no tiempo, libremente, con amor-odio filial, con humor, con ironía, con el desenfado cimarrón del criollo cuyo estigma virtual son la huella del parricidio y del incesto, su idolatría del poder, su heredada vocación etnocida y colonial, su alma dúplice.
Tanto las coincidencias como las discordancias, los anacronismos, inexactitudes y trangresiones con relación a los textos canónicos, son deliberados pero no arbitrarios ni caprichosos. Para la ficción no hay textos establecidos.
Después de todo, un autor de historias fingidas escribe el libro que quiere leer y que no encuentra en ninguna parte; ese libro que sólo puede leer una vez en el momento en que lo escribe, ese libro que casi siempre no oculta sino un trasfondo secreto de su propia vida; el libro irrepetible que surge, cada vez, en el punto exacto de confluencia entre la experiencia individual y la colectiva, en la piedra de toque de un personaje arquetípico.
Es su solo derecho. Su relativa justificación.
Con HIJO DE HOMBRE y YO EL SUPREMO, EL FISCAL compone la trilogía sobre el monoteísmo del poder, uno de los ejes temáticos de mi obra narrativa. Después de casi veinte años de silencio, la primera versión de esta obra fue escrita en los últimos años de una de las tiranías más largas y feroces de América Latina. En 1989 una insurrección abatió al tirano. La novela quedó fuera de lugar y tuvo que ser destruida. El fruto estaba inmaduro. Un silencio de lápida resulta siempre ensordecedor. El mundo había cambiado no menos que la visión del mundo del autor. Esas cenizas resultaron fértiles. En cuatro meses, de abril a julio una versión totalmente diferente surgió de esos cambios. Era el acto de fe de un escritor no profesional en la utopía de la escritura novelesca. Sólo el espacio imaginario del no-lugar y del no-tiempo permite bucear en los enigmas del universo humano de todo tiempo y lugar. Sin esta tentativa de busca de lo real desconocido, el trabajo de un autor de ficciones tendría apenas sentido. A.R.B. Toulouse, 1993.
Esto no es crítica literaria. Es más bien un manojo de reflexiones sobre Contravida, la última novela de Roa Bastos. Cada vez creemos menos en los análisis con prestigio de saber científico, porque en el fondo no nos dicen nada sobre la calidad enigmática de ciertas obras literarias. Remy de Gourmont definía a los críticos como celui qui ne comprend pas, y cuánta razón que tenía. Más que competencia técnica, lo que hace falta es sensibilidad e imaginación para penetrar en los misterios de una obra, hallar el cauce secreto que le da vida. Pero este descenso a las profundidades del texto -- el einfühlung de algunos alemanes-- no puede darse de inmediato: solo paso a paso nos va embargando la emoción, y de pronto nos sentimos identificados con él, alcanzamos a verlo simultáneamente desde adentro y desde afuera, en una suerte de desdoblamiento clarividente. Esto es lo que nos pasó con la lectura de Contravida, hecha en apenas un par de jornadas. ¿Discurso sobre el discurso? Es muy posible, pero, ¿qué importa si invita a compartir una experiencia estética? Es quizás lo positivo que tiene todo abordaje de tipo impresionista.
Primera aproximación: Al empezar a leer, recordamos involuntariamente un pensamiento de Macedonio Fernández que dice: «No se trata de escribir cosas nuevas, sino de desescribir lo ya escrito.» Y pensamos: «Lo que hace Roa Bastos es exactamente eso: desescribir lo ya escrito.» Lo confirma en cierto modo el mismo novelista, en traje de narrador: «Por muchas vueltas que se les dé a las palabras, siempre se escribe la misma historia.» Es un pensamiento que se repite en diversas formas a lo largo de la novela. Y otra cosa que nos llamó la atención: ahora el escritor aparece despojado, como de una piel tornasolada, de su antiguo estilo literario. Hoy escribe en un castellano urgente, seco, telegráfico. Casi como quería Azorín: sujeto, verbo, predicado. En conversación mantenida con el escritor en estos días, le recordábamos la invariable respuesta de Miguel Angel Asturias a los curiosos que le interrogaban sobre su última novela. El les contestaba: «La estoy peinando, la estoy peinando.» En esta ocasión y ante una pregunta similar, Roa Bastos nos dijo: «La he peinado tanto que la dejé calva.» Pero Roa Bastos exagera: no toda la novela se ha quedado calva. Al principio, cada tanto, como un relámpago, van apareciendo vestigios del antiguo estilo poético. Es que Roa Bastos nunca dejó de ser poeta, por más que a menudo lo niegue enfáticamente. (Dicho sea de paso: ¿no es un poco sospechoso ese énfasis puesto en lo no-poético?) Otra característica de su estilo anterior, que tampoco se revela de inmediato: su gusto por la frase sentenciosa, de hiriente raíz filosófica: «La verdadera realidad no es para mí sino lo real de lo que todavía no existe.» «Aprendan a hablar en silencio. Hablar no es pensar.» «No vivimos otra vida que la que nos mata.» «No hay cosa tan bien dicha como la que no se dice», etc., etc. La crítica norteamericana --no toda, por supuesto-- suele hablar de la voz de un novelista, esa modalidad inconfundible de la escritura que hace que Hemingway no pueda ser confundido con Faulkner ni éste con Melville, y que es como una marca de fábrica, como la música verbal asumida por un escritor. Roa Bastos --¡qué duda cabe!-- tiene una voz muy personal, y por más que la «peine» siempre será la misma, sonando inconfundible entre las páginas de un libro.
El viaje fantástico: Pero en definitiva, ¿qué es Contravida? ¿Una autobiografía, la visión de remotos espejismos reflejándose en los cristales del tiempo? ¿Qué significa ese tren sonámbulo que se dispara hacia atrás, recorriendo un itinerario de pesadilla? De niños, recordamos haber leído un cuento titulado La litera fantástica --¿de Kipling?-- donde se describía un carruaje que, como el tren de Roa Bastos, flotaba y finalmente se disolvía en el aire. Pero el tren-fantasma de Roa Bastos es diferente: disputa carreras con corceles fantasmas, pelea con serpientes mitológicas, se llena de figuras luminosas --a veces temibles-- que brillan por un instante, y luego se deshacen en el vacío. ¿O todo esto aparece solamente en la mente del narrador? Sin embargo, este universo imaginario hace pie en hechos y personajes muy reales --la vida inverosímil del escritor, su traumática relación con los factores de poder-- conflictiva casi siempre. Podría decirse que el narrador interno es y no es Roa Bastos, puesto que las peripecias de ambos se parecen como una gota de agua a otra, como el negativo y el positivo de un filme que ha sido soñado o padecido en común. El envión del derrumbe carcelario vomita al narrador --y con él a sus personajes imaginarios-- por el túnel del tiempo, en un vertiginoso desnacer que los obliga a vivir-morir por segunda vez su existencia pasada, ya convertida en cenizas. Si la materia física tiene un reverso que es la antimateria, la vida de estos personajes tiene su contra-vida, una vida de trasmundo que recuerda mucho a la de los habitantes de Comala. La novela sería, pues, como un testimonio o la revelación de esa oculta contra-vida. ¿Eran estos episodios, o acaso la vida de el Supremo, lo que escribía Roa Bastos sujeto a su sillón frailero en su departamento de Buenos Aires. Nosotros recordamos perfectamente los centenares de páginas que se acumulaban sobre su trabajo, pero lo que nunca hubiéramos pido imaginar es que el personaje de Nonato --es decir, el maestro Cristaldo-- se iba a convertir en eje de su novela Contravida, esta misma que vanamente estamos intentando descifrar. Tampoco podíamos suponer que otros personajes tan conocidos como la Gretchen, los Jara y Salu-í, o los hermanos Goiburú de sus libros anteriores volverían a aparecer en el curso de este relato, para recordarnos sus existencias ilusorias tejidas con puras palabras. Aparece entonces claramente la voluntad roabastiana de rememorar por última vez la vida de sus personajes imaginarios, y esto, por fuerza, le obliga a revivir las situaciones de su infancia, esos acontecimientos mayormente dramáticos pero también trágicos que fueron moldeando su sensibilidad y que cuajaron finalmente en la creación de su mundo novelesco. Ese mundo, como es sabido, forma ya parte del imaginario colectivo de nuestro país. Como resultado de la lectura nos queda una visión, una especie de resplandor fantasmagórico que parece iluminar, de fin a principio, los espejismos de este recorrido que nos lleva al Itubbe-Manorá de Roa Bastos, un lugar mágico azotado por el viborón de las lluvias y por el viento estelar que sopla desde el fondo del universo. Hay pasajes realmente maravillosos que se pueden rescatar, como ese en que son descubiertas las pertenencias espirituales del maestro Cristaldo ocultas bajo las aguas de la laguna: las figuras de Don Quijote, los Buendía, el resecol Pedro Páramo. Por ahí, en el pleno relato, un personaje extraño, el conductor del tren-fantasma, habla como pudiera hacerlo el mismísimo Supremo Francia: «Los mestizos paraguayos son muy haraganes. Zánganos de tomo y lomo. Duermen todo el día, mientras disponen de mujer y comida. Tienen mucha energía al pedo. No son más que unos braguetas rotas de buenas pelotas. No sirven más que para eso.» Otro personaje, en apariencia una mujer-policía que persigue al narrador en este viaje de ultratumba, también se expresa con la vieja socarronería roabastiana: «Se me antoja que viene muy sufrido, don. ¿O es que también le duele hablar?» Y cómo no iba a dolerle, si el narrador ha venido rumiando pensamientos como éstos: «Nadie sabe la cantidad de tiempo que necesita el hombre errante para encontrarse a sí mismo, antes de que pueda golpear, como un mendigo inoportuno, la puerta del hogar paterno. Viene en busca de un lugar que la no existe.» Trágicas palabras que definen con precisión la condena que lleva sobre sí todo exiliado paraguayo. Para finalizar estas reflexiones, diríamos que texto y contexto de esta novela se resuelven en un personaje central que no es otro que Roa Bastos, quien a veces con una prosa fulgurante --resabio de su antiguo realismo poético-- y otras con su más reciente estilo ascético, nos invita a recorrer de nuevo los acontecimientos que hicieron de su vida y sus libros lo que son, un profundo testimonio de nuestros desgarramientos colectivos. No puede ir más lejos, porque entonces le pasaría lo que le sucede al maestro Cristaldo: hundirse en el útero materno.
¿Quién es Madama Sui? ¿Existió este extraño personaje o es un relato inventado? Esta historia tomada del natural, con personajes reales y auténticos, es menos que un relato y más que una invención.
Madama Sui vivió en las décadas del 60 y 70.Continúa existiendo en el imaginario colectivo, execrada o exaltada en imágenes contradictorias y confusas, como ocurre por lo general con el recuerdo de las personas de naturaleza excéntrica, o simplemente fuera de lo común.
Madama Sui no fue una auténtica hija del mal, como algunos intentan presentarla. Lo único que hubo en ella de profundo y permanente fue un amor de infancia que le duró hasta el fin de su vida, consagrado al niño, al hombre, al perseguido, al fugitivo, al desconocido en que el tiempo y la vida lo fueron convirtiendo, y con el cual Madama Sui se había desposado para siempre no por las nupcias sino por la ausencia y la separación.
Ella lo denominaba simplemente EL. No hubo forma de verificar su verdadera identidad, pese a las vagas referencias, deliberadamente desfiguradas y desorientadoras, que ella misma deslizó en sus conversaciones y apuntes. En tiempos de calamidades públicas y de terror, el miedo es la única forma de comunicación social que subsiste en una comunidad de encapuchados.
Madama Sui dejó los esbozos de una autobiografía muy detallada, en veinte cuadernos de escolar, escritos con letra menuda y fina. Un cuaderno por cada año de su vida, pues su muerte la sorprendió a los veinte de su edad, aunque sólo empezó a escribirlos a los quince años cuando comenzó su vida de hetaira.
Este relato ha surgido de un moroso, difícil e incidentado trabajo de documentación y compilación realizado con ayuda de personas conocedoras del tema, que me han pedido permanecer en el anonimato más estricto. La tarea de varios años fue obstaculizada de mil maneras, no sólo por la espesa red de intereses y de ocultamientos, imperante en las esferas del poder, algunos de cuyos conspicuos figurones aparecen o están implicados en los sucesos que aquí se narran.
Por su parte, algunos informantes oficiosos se sintieron contrariados por la necesaria depuración de sus informes, así como por los cambios y omisiones de nombres, hechos y lugares, que me vi compelido a hacer por los mismos motivos, sin alterar, desde luego, la verdad esencial de la historia, cuya publicación esos informantes trataron por su parte de impedir cuando ya la dictadura había sido derrocada.
Una desesperada carnalidad impregnó la vida de Madama Sui, sin que el sentimiento de culpa tuviera la menor influencia sobre su espíritu. Carecía de este sentimiento o lo ignoraba por completo. Era demasiado joven todavía para sospechar que la existencia es algo más que satisfacer los impulsos de una sensualidad sin freno y vivir el goce como un acto tan natural como respirar para vivir, pese al contrapeso de un amor puro pero sin esperanzas.
Bajo el inalterable y cálido aspecto de su alegría de vivir, fue un ser que sintió en lo hondo de sí la corrosión de la soledad, pareja a su necesidad de amar, condensada en ese amor único pero imposible. Esta ansiedad constante, esta permanente desesperación la llevaron a apurar hasta el fondo la energía vital de su existencia en el medio escuálido y salvaje que la vio crecer.
Carente asimismo de sentido social, la protagonista se convirtió en una víctima propiciatoria del proceso de degeneración social y nacional que produjo la tiranía. La estrategia del poder unipersonal encontró en la prostitución de la mujer el elemento primario, el más vulnerable, pero también el más eficaz, que le permitió implantar la corrupción generalizada de una sociedad atrasada e inerme. En el contexto de este fenómeno masivo, a la vez político y social, el destino de la protagonista adquiere su perfil verdaderamente trágico, su pleno valor de documento humano.
La tiranía que sirve de marco a esta historia, inspirada en las ideologías del nazismo y del fascismo y continuadora de aquellos regímenes de fuerza, al final de la Segunda Guerra Mundial, fue la más larga y cruel de las que asolaron en este siglo América del Sur.
Madama Sui fue la favorita del extraño y sui géneris dictador, de origen teutón, que parecía mudo de tan parco, pero cuya mudez redujo a silencio a toda una sociedad, durante más de treinta años. La curva de transformación de la muchacha primitiva, casi salvaje, en la cortesana refinada y culta del final de su evolución, no alteró su destino. Lo vivió como una forma espontánea, tal vez inconsciente, de rebelión.
Al relatar su historia, a través de sucesos y personajes auténticos, no fue mi propósito describir uno de estos regímenes de tiranía opresora, ni pintar un medio social, cultural o político, determinado. Esto suele darse por añadidura o por reflejo, siempre que el relato sea auténtico y no un mero panfleto de denuncia.
Más interesante que el personaje tópico del dictador, que infesta la historia y la literatura de estos países hasta el hartazgo; más edificante es la figura de una joven mujer, favorita de uno de estos prohombres, en la que el vértigo del poder no logró prostituir su dignidad intrínseca de ser humano y su innata inocencia.
En la dicotomía, no siempre bien definida entre lo individual y lo colectivo, el relato de la historia de un personaje representativo envuelve siempre como trasfondo el panorama de una época, el modo de ser colectivo de una sociedad, sin lo cual la sustancia del personaje –la carnadura de su historia- carecería de un soporte real verosímil. Quiéralo o no, el narrador siempre presenta o representa en la ficción ese lugar de la Mancha, “del cual no quiere acordarse”.
En definitiva, lo individual no es sino lo universal que se manifiesta a través de un destino; de igual modo que en los dominios del arte la forma no es sino el fondo que remonta a la superficie, según ya lo hiciera notar Victor Hugo con exacto saber.
Nunca he experimentado excesiva afición hacia la novela política, ese género espurio de la historiografía, a medio camino entre la falta de imaginación y el exceso de ambiciones facciosas de poder.
De hecho, en estos tiempos de universal confusión y violencia, el concepto de política, en el sentido de “arte de buen gobierno”, ha sido enteramente degradado y abolido por el dictum del “poder” (económico, político, militar, religioso, en los extremos del integrismo más recalcitrante), como conquista del supremo derecho de dominación, al precio de las peores aberraciones.
“El hombre no está hecho; se está haciendo”, escribe la ingente, la lúcida Josefina Plá, paradigma del talento austero, maestra de generaciones en el páramo cultural de una nación sitiada, acosada por catástrofes históricas, por tiranías atroces, caldo de cultivo de su atraso, de su degradación, de sus infortunios.
También la mujer, hacedora de vida, se está haciendo a sí misma. O sea, se está transformando, en procura del lugar que le corresponde en la vida social, en la que a pesar de su progresos sigue estando sometida a las normas de un mundo construido por el hombre a imagen de sus privilegios; del hombre dominador y a la vez eunucoide, cuya virilidad no es más que su brutalidad.
Ambos, mujer sacrificada e incompleta, hombre sumido en su barbarie primitiva, no han comprendido todavía, como lo reclama otra gran escritora, que lo esencial para un ser humano es convertirse en un ser humano, en el equilibrio de la igualdad y respeto de las diferencias, cualesquiera sean sus razas, sus costumbres, sus religiones, sus ideas.
Por todo lo que antecede con respecto al drama de las mujeres en un país casi desconocido de América del Sur, he tratado de escribir la historia de Madama Sui tal como la hubiera escrito una mujer. Quiero decir: he tratado de hacerlo con la sensibilidad y la noción del mundo, con el estilo y el lenguaje propios de la mujer, a quien su capacidad de engendrar vida, de asegurar la continuidad de la especie, de preservar lo esencial de la condición humana, le otorga la intuición natural de saberlo todo aun no sabiendo que lo sabe. Don casi siempre negado a la imaginación masculina.
En Frente al Frente Paraguayo, el autor se refiere a las Cartas desde los campos de batalla del Paraguay escritas por Richard Burton, aventurero y cónsul de Inglaterra en Brasil, famoso por su traducción de Las mil y una noches, alabada por Jorge Luis Borges. A través de las cartas - comentadas y parafraseadas por Roa- nos enteramos de las intimidades de López y Madame Lynch en los campamentos levantados en medio de la selva. Burton se convierte en invitado y admirador de Elisa (Ela), con quien comparte la mesa y la conversación civilizada de las tertulias. Las cartas nos dan una semblanza única del Mariscal, de su personalidad autoritaria y tenaz y de sus tremendos dolores de muelas. Aparecen también comentarios insólitos sobre la "prostitución patriótica" a la que debían someterse las mujeres paraguayas para consolar a los soldados, y su contrapartida "las matriarcas rameras" que se entregaban a los invasores para alimentar a sus hijos y a los ancianos.