Hijo de Hombre

1960


Hijo de hombre (1960) es la primera novela de una trilogía basada en la realidad histórica y social de Paraguay a la que pertenecen también Yo, el Supremo (1974) y El fiscal (1993). En las palabras que pronunció Roa Bastos al recibir el Premio Losada por Hijo de hombre antepuso el mérito de la sinceridad al de la belleza, el clamor popular a la destreza técnica y a la sabiduría del novelista, y se pronunció por una «literatura militante de la realidad humana». En ese mismo discurso dejó enunciado el tema central de Hijo de hombre y de toda su narrativa: «mostrar la rebelión del hombre en sociedad contra todo lo que aplasta y degrada». Tales declaraciones pueden resultar engañosas si se toman al pie de la letra, porque su escritura, lejos de ser testimonial, lleva detrás una complejísima elaboración que ha merecido el reconocimiento unánime de la crítica.


Sobre la redacción de esta novela ha explicado el autor que fue resultado de la tentativa fracasada de escribir un cuento, al estilo de los que ya había publicado en El trueno entre las hojas (1953), basado en una historia real ocurrida en Paraguay, y que fue escrita de un tirón en dos meses. Sin embargo, la trayectoria de la novela no culminó entonces sino que, como ha sucedido con otras obras suyas, ha sido revisada y transformada por el escritor con arreglo a lo que él llamaba «la política de las variaciones», que consistía en «variar el texto indefinidamente sin hacerle perder su naturaleza originaria sino, por el contrario, enriqueciéndola con sutiles modificaciones» (1). Así en 1982 apareció una nueva edición publicada primero en francés (Fils d’homme, Paris, Belfond, 1982, traducción de Iris Jiménez) y tres años más tarde en español (Madrid, Alfaguara, 2.ª reimpresión revisada y aumentada, 1985). Para comprender las razones de esta segunda versión hay que tener en cuenta que en Hijo de hombre el autor trató de buscar la unidad, a través de la lengua literaria, de los dos universos escindidos de la cultura paraguaya. Su segunda novela, Yo, el Supremo (1974), representó una considerable maduración del escritor en este terreno que quiso aprovechar para su primera novela; de ella derivan las transformaciones que introdujo y dieron como resultado un texto más exigente consigo mismo y con el lector, sin que la novela cambiara en lo sustancial.


Los sucesos referidos en la obra quedan comprendidos en un período que abarca desde al última aparición del cometa Halley en 1910 hasta el fin de la Guerra del Chaco, en 1935. Como precisó Hugo Rodríguez Alcalá: «Roa ha querido escribir la intrahistoria de su patria, a partir del tiempo del dictador José Gaspar de Francia hasta la misma actualidad angustiada de un pueblo lacerado por luchas civiles» (2). Sin embargo, a diferencia de Yo, el Supremo, en que la historia gira alrededor de esta figura, en Hijo de hombre es el hombre oscuro y sin historia, el pueblo llano, el que hace la Historia. No es superfluo traer a colación la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo como remotísimo precedente de este fenómeno.


Pero los referentes históricos no constituyen por sí solos la sustancia de Hijo de hombre. Hace falta un sentido que los trascienda, y es ahí donde interviene el plano mítico que recorre toda la novela y concierne al tiempo, al espacio, a los personajes, a los objetos (el Cristo, el vagón, el camión, etcétera) a la estructura misma y a todos los niveles de significación. Historia y mito resultan así dos pilares sobre los que se sustenta el edificio narrativo. En el plano histórico, cada acontecimiento del presente actualiza, por así decir, otro que sucedió en el pasado. El proceso narrativo describe una espiral en la que se avanza en el tiempo pero se repiten cíclicamente hechos ya ocurridos. Es la misma dinámica con la que numerosos escritores hispanoamericanos —Carpentier y García Márquez, entre ellos— han interpretado los procesos históricos de los países americanos. A poco que se profundice en el contenido de la novela se aprecia que a Roa Bastos no le interesaba tanto reconstruir el desarrollo de la Guerra del Chaco —un acontecimiento fundamental en la Historia del Paraguay— como el proceso global en el que se inserta, de forma que resulte posible comprender las tensiones y conflictos sociales y culturales que subyacen en él. Hay varios hitos en la obra que jalonan dicho proceso. La evocación hecha, en el capítulo primero, por Macario, de la dictadura de José Gaspar de Francia (1814-1840) y la Guerra Grande o guerra contra la Triple Alianza (1864-1870). El capítulo segundo, donde se explican las circunstancias de la insurrección agraria de 1912 y la matanza de los rebeldes en plena estación provocada por la delación de un telegrafista. El capítulo cuarto, donde se denuncian las atrocidades cometidas por la oligarquía liberal paraguaya, en los yerbales de Takurú-Pukú, con los «mensús». Y los capítulos séptimo y octavo, que se refieren a la Guerra del Chaco (1932-1935).


Desde el comienzo, la novela sumerge al lector en la dualidad al ir precedida de dos epígrafes: uno tomado del Libro de Ezequiel, perteneciente a la tradición judeo-cristiana, y otro, del Himno de los muertos de los guaraníes. La elección de epígrafes religiosos tiene mucho que ver con la incidencia que la religión ha tenido en aquella región, como en toda Hispanoamérica, y con el hecho de que fue el vehículo de la aculturación. Por ello, también los protagonistas, los héroes populares de la novela —Gaspar Mora, Casiano y Cristóbal Jara, y Crisanto Villalba— corresponden a un paradigma bíblico, el de aquellos cuyo destino es llamado a cumplir una misión de salvación para el pueblo. Pero, en general, la religiosidad del pueblo paraguayo, tal como está representada en la novela, significa una subversión de la religión católica impuesta por la conquista y evangelización. El ejemplo más representativo es el culto popular al Cristo de Itapé, tallado por Gaspar Mora, que se describe ya en el primer capítulo. Incluso el título de la novela, si bien inspirado en la frase de Ezequiel, cobra su verdadero significado en esa inversión que las culturas indígenas oprimidas hicieron de una doctrina religiosa que no acababan de entender.


También la estructura de la novela y la cosmovisión están recorridas por la dualidad, algo que está en consonancia con el concepto binario de la vida que caracteriza las culturas aborígenes del Paraguay (3). La primera se articula a través de diez capítulos casi independientes entre sí, de forma que los capítulos impares están narrados en primera persona y los pares en tercera, y, a veces, tratan sobre acontecimientos comunes, por lo que se superponen perspectivas distintas sobre un mismo acontecimiento. Eso sucede con el episodio del camión aguatero conducido por Cristóbal Jara, contado en el capítulo séptimo, en primera persona, por Miguel Vera, y en el capítulo octavo, en tercera persona, a cargo de un narrador omnisciente e innominado. Este desempeña más bien la función mediadora de un cronista que va integrando todas las peripecias de la vida colectiva y confiriéndoles un sentido, responde a un criterio objetivo e impersonal; en cambio, Miguel Vera, al estar implicado en la historia, impone su visión de los hechos, aunque también presenta la de otros personajes. En cierta ocasión Roa Bastos hizo una distinción entre la narración imaginaria, presidida por el pronombre yo y el discurso historiográfico regido por el pronombre él (4). En la novela probablemente quiso jugar con las dos posibilidades narrativas de forma complementaria, así daba a entender que había en ella un trasfondo histórico real pero sin dejar de ser una ficción novelesca. Se trataría de una versión alternativa a la historia oficial. No todos los capítulos se ajustan a los criterios comentados. El capítulo séptimo es la trascripción del diario de Miguel Vera, que comienza el primero de enero de 1932 en el destino militar de Peña Hermosa, cuando estaba a punto de comenzar la Guerra del Chaco. Y el capítulo noveno corresponde a la declaración de una monja celadora de la Orden Terciaria a Miguel Vera, nuevo alcalde de Itapé, quien deja de ser el que enuncia (1.ª persona) para convertirse en destinatario (2.ª persona).


En las palabras liminares a la segunda edición de Hijo de hombre, Roa Bastos aludió al conflicto lingüístico que le afectaba a él y a los escritores paraguayos por pertenecer a una cultura bilingüe. En efecto, Paraguay es el único país totalmente bilingüe de Hispanoamérica, aunque el castellano se impone en el ámbito social y el guaraní se reserva para el mundo afectivo y familiar. Aún escribiendo en castellano, el guaraní es una marca de oralidad a la que el autor no puede sustraerse y que de un modo u otro se proyecta en el texto. Desde su primer libro Roa Bastos se propuso buscar una solución lingüística y estética a la vez, semántica y simbólica, que diera cuenta de la diglosia imperante en la comunidad paraguaya. Para ello recurrió a estudios lingüísticos, etnográficos y antropológicos con el afán de profundizar en estas cuestiones y comprenderlas en toda su complejidad. Esa búsqueda implicaba una inmersión en los valores tradicionales y propios que han permanecido vivos a pesar de la aculturación, una toma de posición por la cultura de los vencidos históricamente, del mundo indígena.


En suma, la preocupación por el proceso histórico y la identidad paraguaya unida a una exigencia artística considerable hacen de Hijo de hombre una de las mejores novelas hispanoamericanas del siglo XX.


Notas
1 Prólogo a la 2.ª reedición de Hijo de hombre, Madrid, Alfaguara, 1985, pp. 16-17.
2 Hugo Rodríguez Alcalá, «Hijo de hombre de Roa Bastos y la intrahistoria del Paraguay», en Helmy F. Giacoman (ed.), Homenaje a Augusto Roa Bastos, New York, Las Américas, 1973, p. 69.
3 Tal vez por ello, el emparejamiento de lugares, acciones y personajes es también recurrente en el desarrollo de Hijo de hombre. Sobre la simetría de lo binario en esta novela confróntese Seymour Menton, «Realismo mágico y dualidad en Hijo de hombre» en Helmy F. Giacoman (ed.), op. cit., pp, 203-220.
4 Semana de autor. Augusto Roa Bastos, Madrid, Instituto de Cooperación Iberoamericana, 1986, p. 102.
Por Carmen de Mora


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