El trueno entre las hojas
El baldío
Los pies sobre el agua
Madera quemada
Moriencia
El pollito de fuego
Los Juegos 1. Carolina y Gaspar
Lucha hasta el alba
Contar un cuento y otros relatos
La casita del invierno verano
El Trueno entre las hojas comienza con el cuento Carpincheros:"La primera noche que Margaret vio a los carpincheros fue la noche de San Juan.
"Por el río bajaban flotando llameantes islotes:”
"Las fogatas brotaban del agua misma. A través de ellas aparecieron los carpincheros.”
La niña rubia "gringa" “exiliada" del exterior al mágico mundo del entorno del ingenio azucarero, en el monte, al borde del río. Es el mismo Roa, como él reconoció, el niño gringo que viene de Asunción a la selva, de la civilización al mundo salvaje.
El conjunto de cuentos se cierra con el que da nombre al volumen, casi en el mismo escenario, los mismos protagonistas: el río que pasa frente al ingenio, los carpincheros y Margaret, desparecida en el primer cuento tras huir con los carpincheros, sólo que ya no es una niña:
"...al borde del camino de agua que era el camino de ella. Su oído aprendió a distinguir el paso de los carpincheros y a ubicar el cachiveo negro en el que la muchacha del río bogaba mirando hacia el rancho del pasero.
Con Augusto Roa Bastos el Paraguay, su país, ha alcanzado una envidiable condición sociológica: tener quien lo exprese y, mejor, quien lo entienda en algo que es más que el acaecer de la vida nacional: en la raigambre de la vida de sus hombres y en su intrahistoria. Roa Bastos es un novelista moderno, con un sentido muy actual de la prosa narrativa, de las estructuras literarias y, sobre todo, del manejo vivo, en lo concreto, de las ideas; la condición básica para la creación narrativa de hoy: una previa interpretación ideológica de la vida, cuya nobleza y dignidad está en el origen de sus criaturas novelescas aureoladas de verdad: una orientación normativa de la peripecia. Estéticamente estamos en la operación de un realismo crítico, capaz de una dicción seca, tumultuosa y doliente por excepción, que elude el discurso explicativo dando la palabra a sus personajes. Estamos frente a una auténtica creación artística.'
Cuentos
Augusto Roa Bastos (Paraguay, 1917) / Hizo estudios primarios y secundarios en Asunción. También allí estudió en la Escuela Superior de Comercio hasta 1934. Desde esa fecha hasta 1935 combate en la Guerra del Chaco. En 1947 la guerra civil en su páis causa su exilio y su radicación definitiva en la capital argentina. Actualmente, aparte de la literatura, sus ocupaciones habituales son la docencia y la actividad como guionista cinematográfico. Sus primeros libros aparecen en 1942: Poemas, y una novela, Fulgencio Miranda. Dos de sus títulos más conocidos son El trueno entre las hojas e Hijo de hombre. En este último recayeron cuatro premios: primer premio en el concurso internacional de novela de la Editorial Losada, Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires para el bienio 1960-1962, el de la fundación Faulkner y la faja de honor de la S.A.D.E. Su obra de cuentista comprende El trueno entre las hojas (1953), El baldío (1966), Los pies sobre el agua, que ahora editamos, donde junto a nuevas piezas retoma producciones anteriores, y Madera quemada, que editará la Editorial Universitaria de Chile.
Nota preliminar
En una vibrante página publicada en 1958 con el título de “El fuego en las manos”, Augusto Roa Bastos expuso su concepto de la literatura al referirse a la actitud de los narradores y poetas paraguayos, y definir el propósito que la orienta como la voluntad de asociar la obra literaria a las luchas colectivas y expresar, a través de ella, los anhelos más intensos de su tierra y de su tiempo. “El hombre de letras contemporáneo –dice allí Roa Bastos- siente que su oficio se le torna de más en más una misión, una manera de actuar sobre su contorno, siempre que lo haga dentro de los límites propios de su condición y función de escritor. Sumergido en el caldeado debate de nuestro tiempo, no puede evadirlo pero tampoco reflejarlo como un espectador pasivo o como un testigo desinteresado. La disyuntiva es rigurosa: toma en sus manos el candente material y trabaja con él, a la escala de los intereses y de las aspiraciones de su época, de su colectividad; o lo rehuye. Pero en este caso, es casi seguro que su obra resultará inocua. Carecerá de peso específico, de radiación vital y espiritual. La posibilidad de resonancia de un escritor radica sin duda en la autenticidad de su labor, que deviene accesible a la comprensión y emoción de sus contemporáneos porque lleva en sí la semilla de sus necesidades, la modulación de sus temas y las respuestas a sus preguntas fundamentales, el aire y la ley del tiempo en que se forjan”. (1)
La gravitación de la obra, por lo tanto, no sólo emana de su calidad estética, sino también de la pasión moral y de un sentido de responsabilidad, porque “el único arte que no traiciona ni se traiciona, quedando en mero esteticismo, es el que contribuye a la redención espiritual del hombre en sociedad”.
“Inteligencia crítica, conciencia estética y sensibilidad social condicionan hoy de un modo imperativo el trabajo del escritor. Sólo de esta aleación de conciencia artística y social puede surgir el sentido profético de sus obras y su valor de perennidad”.
Para Roa Bastos, son estos rasgos los que califican la mejor tradición de la literatura hispanoamericana, permanentemente arraigada en la historia y en el destino de su pueblo. El acento testimonial y de denuncia ha sido en ella inevitable, y de ahí que la conciba como “una literatura de la acción, que partiendo de la realidad refluye sobre ella para modificarla y para afirmar el proceso de liberación en el plano de la sociedad y de la cultura”; en rigor, una “literatura militante de la libertad humana”.
Roa Bastos ha enriquecido esta concepción en ensayos posteriores, principalmente en sus indagaciones sobre el carácter de lo americano y su configuración en las obras más representativas del continente. El signo peculiar de nuestra literatura, según Roa Bastos, no debe buscarse en los temas ni en la diferenciación idiomática, ni siquiera en los excesos dialectales de nuestro primer regionalismo, sino en algo más profundo, que aparece como una singular cohesión interior, como una temperatura histórica determinada, como un foco de energía colectiva condensado en una particular visión de la vida y del mundo o, por lo menos, en una unidad de conceptos esenciales. (2)
En el examen de la narrativa latinoamericana, Roa Bastos atiende al desarrollo del proceso que se consuma con la anexión del mundo interior a la problemática de la novela, pues “esta dimensión agudamente dramática, en lucha con los enigmas centrales del individuo, con la caótica y oscura condición humana, pero también en lucha con la naturaleza física y con las fuerzas del mundo inhumano de las alienaciones; esta dimensión dramática y trágica de la condición existencial del hombre contemporáneo es la que modula en el repertorio de la narrativa de las últimas décadas los temas y problemas más significativos”. (3)
Estas y otras determinaciones del autor –además de su mérito como diagnóstico y apreciación lúcida del estado actual de nuestra literatura- revelan también su propio afán por ahondar en la singularidad de su medio y trascender sus valores a un plano más universal, con categoría estética y sin que la preocupación por la realidad profunda del individuo lo aisle del contexto social. Es precisamente la fusión lograda de esas dimensiones la que confiere a sus mejores obras – los cuentos de El trueno entre las hojas (1953) y de El baldío (1966), y la novela Hijo de hombre (1960)- la capacidad iluminadora de mundo que ostentan y que nos permite reconocerlas en la dirección de un esfuerzo común en Latinoamérica: la búsqueda de “una imagen del individuo y de la sociedad, lo más completa y comprometida posible con la totalidad de la experiencia vital y espiritual del hombre de nuestro tiempo”. (4)
Para Roa Bastos, la condición bilingüe de la cultura paraguaya ha afectado no sólo el desarrollo de su literatura, sino también la posibilidad de su conocimiento en el exterior. “El caso del bilingüismo en el Paraguay, escribe, es único en América. Su singularidad reside en que, al revés de lo que ocurre con el quechua (…), el idioma ha sobrevivido a la raza indígena a que pertenecía. En el Paraguay no queda un solo indio guaraní puro. Por otra parte, lejos de ser desplazado por el idioma culto, después de cuatro siglos de convivencia, el idioma vernáculo continúa siendo el verdadero vehículo de comunicación social. El pueblo paraguayo en su totalidad habla guaraní. Solamente hablando en guaraní el paraguayo logra una absoluta naturalidad expresiva”. (7)
No obstante la magnitud de las dificultades que entraña la situación lingüística mencionada, es evidente que Roa Bastos la ha resuelto y ha conseguido utilizar con eficacia elementos esenciales del idioma autóctono, accediendo a un pleno ámbito de comunicación, siempre vivo y actuante.
La selección de cuentos que hemos preparado muestra la amplitud de percepción de la realidad y la expresión adecuada que ella encuentra en los planteos narrativos de Roa Bastos. Hemos tratado de no repetir las piezas incluidas en el volumen editado en junio de 1967 por el centro Editor de América Latina, de Buenos Aires, con el título de Los pies sobre el agua, con el que coincidimos sólo en dos cuentos: Niño-Azoté, no incorporado a los libros anteriores del autor, y el clásico texto La excavación, que en ambas antologías corresponde a una nueva versión. Bajo el puente es un trabajo inédito; de El baldío proceden dos cuentos: el que da título a esa obra y El y el otro; de El trueno entre las hojas, los restantes.
Por último, debemos señalar que Kurupí es también una narración inédita, inicialmente concebida como capítulo de la novela Hijo de hombre. Debe tenerse en cuenta que esta obra está formada por nueve relatos entrelazados entre sí, pero que acusan –estimados independientemente- una autonomía notoria. Kurupí participa de esta misma característica y constituye, por lo tanto, una pieza unitaria, dotada de tensión propia; pero además consideramos que al incluirla en este libro contribuiríamos a una comprensión aún más rica de la extraordinaria novela de Augusto Roa Bastos y, en especial, del capítulo IX, Ex combatientes.
Los cinco cuentos de la primera parte, escritos durante 1967, son los más recientes. Forman parte de un ciclo en curso que ha acabado por desbordar en una novela, aún inconclusa. Los demás cuentos fueron escritos entre 1955 y 1960 y seleccionados de acuerdo con mis preferencias; pero ya se sabe que el criterio de un autor no respalda ni mejora sino que casi siempre limita dos veces sus antologías personales. Publicados parcialmente, han sido retocados o reelaborados en su totalidad, por lo que provisoriamente al menos, estas versiones pueden considerarse definitivas.
Este cuento infantil de Augusto Roa Bastos trabaja con la milenaria tradición de los relatos encajados. En este caso, se compone de un diálogo entre un adulto y un grupo de chicos que escuchan, preguntan, comentan, interpelan y cuestionan la historia.
- ¡No! –gritan los chicos–. ¡Cómo puede ser! ¡Cuándo se ha visto un pollito de fuego! ¡Es un cuento!
– Era un polito de fuego de verdad. Se llamaba Pipiolín. Ya van a ver. Déjenme que les cuente.
(…) Lo que pasó fue que Pipiolín se transformó en un pollito de fuego, poco a poco. (…)
Una mañana, de golpe, sucedió lo inesperado, lo terrible:
¡Pipiolín era una brasa viva!
Con las alas había prendido fuego al ponedero construido por Don Prudencio, el dueño de la chacra. En su paseo matinal, mamá-Pía dejó de escarbar la tierra. Se volvió hacia sus hijos y vio que faltaba Pipiolín. Corrió en su busca cloqueando roncamente, desesperadamente:
– ¡Socorro! ¡Incendiooo! ¡Los bomberos… que vengan los bomberos!
En medio de las llamas, Pipiolín apareció con su cara de no estar nunca enterado de nada.
No tardaron en acudir don Prudencio y los suyos, asustados por el barullo que se estaba armando en el gallinero y los corrales.
Ayudado por Doña Rosa y los hijos, don Prudencio empezó a arrojar baldazos de agua sobre el foco del incendio. Doña Rosa se agachó para sacar de allí a Pipiolín. Lo soltó como si hubiera recogido un carbón encendido.
– ¡Este polito quema! –gritó.
Todos se volvieron a mirarlo. Se quedaron mudos y aturdidos.
– ¡Este sí que nos cayó como peludo de regalo! –refunfuñó don Prudencio, respirando fuerte en un calambre de susto. El bebe de fuego de Mamá-Pía era mansito y estaba más asustado que todos ellos juntos Don Prudencio instaló a Pipiolín una cucha en una vieja lata de aceite. Llamaron al veterinario. Vino y se fue sin decir una palabra, apretándose la pelada. Se esparció la noticia y empezaron a legar los primeros curiosos. A la verdad, después de todo Pipiolín era un espectáculo muy bonito. Se dio cuenta del asombro que producía ser un polito de fuego, pero no se le subieron los humos a la cabeza. No hacía más que estarse quieto, mirando con sus ojos brillantes a los que venían a verlo, los elogios no parecían tocarlo. Tampoco las burlas. Porque no faltaban chismosos y malas lenguas, que en todas partes sobran.
Uno gritó como si estuviera pronunciando un discurso o un sermón:
– ¡Este bicho es el demonio en forma de pollito! ¡Hay que ahogarlo en el arroyo inmediatamente!
– ¡Mándenlo a Tierra del Fuego! –corearon otros lenguas largas–. ¡Que se vaya a vivir con lo pingüinos entre los hielos!
La familia de Don Prudencio no opinaba lo mismo. Se encariñaron con Pipiolín (…)
Un amanecer, a la salida del sol, Pipiolín desde su casita de lata tenía la vista clavada fijamente en un sitio de la orilla opuesta del arroyo que cruzaba la chacra (…) de pronto vieron a pipiolín salir y lanzarse como un bólido hacia el arroyo.
– ¡No vayas Pipiolín! –le gritó Don Prudencio–. ¡Volvé! ¡No te hagas ahora el fanfarrón!
– ¡Te vas a ahogar! ¡El agua te va a apagar! – clamó desesperada Doña Rosa. Pipiolín siguió corriendo cada vez más rápido. El pompón rojo era ya una flecha de fuego. Rayó la superficie del arroyo. El agua lo empezó a desteñir. En la otra orila estaba la víbora esperándolo con la cabeza levantada. Pipiolín se abalanzó contra ela y se trenzaron en una lucha terrible. Mientras peleaba, el pollito de fuego fue creciendo, creciendo, hasta convertirse en un hermoso gallo que brillaba con los colores del arco iris. El pico y las púas acabaron destrozando a la víbora.
– Lo último que vimos –dijo don Prudencio—fue ese hermoso gallo azul subido sobre la cabeza de la yarará muerta y lanzando por tres veces su ¡kikirikí! de triunfo. Volvió hacia nosotros la cabeza con su cresta de fuego. Algo nos quiso decir con los movimientos de sus alas brilantes. Se despedía tal vez (..) Saben, chicos… Pipiolín siempre quiso tener un amigo, muchos amigos. Puede ocurrir que un día de estos, alguno de ustedes lo encuentre esperando en un rinconcito del cuarto.
Fragmento:
Esa mañana Carolina y Gaspar se aburrían soberanamente con la institutriz, una señora antigua y algo maniática, que venía a darles clases particulares para "sacarlos" de su atraso en la escuela. Esa mañana, además, estaban disgustados con la institutriz, la señorita Petra.
Ella les iba mostrando sus colecciones de insectos clavados con alfileres en cajas de celofán. Moscas enormes, abejorros, libélulas, cigarras, luciérnagas, mariposas de todas las especies: un cielo entero de insectos voladores ahora inmóviles y sin vida. Los chicos decían que la historia natural que enseñaba la señorita Petra era una historia antinatural, porque lo natural era que esos bichitos volaran alegremente su vida. Eso es lo que murmuró Carolina por lo bajo, esa mañana:
-Esos bichitos deberían estar volando por el aire como los pájaros, como nosotros...
-¡Silencio, niña! ¡No refunfuñe-la retó la señorita Petra con sus anteojuelos de marcos de oro montados en la punta de su nariz-. ¡Hay que tomar en serio las cosas, caramba!
Le tocó el turno a Gaspar. La señorita Petra le señaló con el puntero una mariposa de las llamadas Coronas Boreales. Debió de ser muy hermosa en vida. Antes de estar clavada allí habría sido un verdadero pedacito de arco iris. Ahora parecía apagada. Sólo brillaba entre sus alas la cabeza de bronce del alfiler que la sujetaba en la caja.
-¿Qué es esto, alumno? -preguntó la señorita Petra.
-¡Eso es un crimen! -contestó Gaspar, lleno de repugnancia y tristeza .
La institutriz amaba mucho sus colecciones de insectos y detestaba a los niños atrasados y respondones.
-¡Vaya al rincón hasta el final de la clase!-le ordenó con la larguísima uña de su dedo índice.
Carolina lo alentó al pasar con uno de esos gestos incomprensibles que sólo ellos entendían.
-¿Por qué esos insectos no están libres? -preguntó Carolina algo maliciosamente a la señorita Petra.
-Porque están muertos -dijo ella, ajustándose los anteojuelos-. Ahora nos sirven para que estudiemos sobre ellos.
-Pero los bichitos muertos no pueden enseñarnos nada -protestó Carolina.
La señorita Petra cerró sus cajas, se encajó en la cabeza su gorro puntiagudo y se marchó también disgustada esa mañana.
Esto sucedió antes de que Carolina y Gaspar hicieran el gran descubrimiento de los muñequitos, hijos del sol y de la luna. Pero esa es otra historia. Y en ésta sólo hablaremos de Carolina y Gaspar, los primos que se querían como hermanos y que eran los mejores amigos del mundo.
Lo cierto es que, en la escuela, los demás alumnos los miraban como a dos bichos raros. Eran los peores del grado, pero eran los mejores en los juegos.
Ya desde el jardín de infantes sobresalían entre todos por su habilidad para correr y saltar, hacer morisquetas y contorsiones imitando a los animales, por su imaginación para dibujar con lápices de colores, pegar figuritas en los cuadernos o modelarlos en plastilina. Nadie como Gaspar y Carolina para jugar a las escondidas, el martín-pescador, a la farolera, el arroz con leche, a la mancha. Pero no solamente se destacaban en los juegos comunes. También sabían inventar otros nuevos.
Fabricaban telefonitos con hilo de carretel y cajas de fósforos. Hacían musiquita con botellas vacías de Coca-cola cantando a compás el cantito de la Coca-cola.
Imitaron la voz del mar y de los lobos marinos con un organito de caracolas.
Con trozos de espejos formaron espejismos y danzas de figuras que parecían llegadas desde lejanos países y hasta desde otros mundos planetarios.
Con trozos de cristales fabricaron telescopios y anteojos de mirar al revés para contemplar el país de Nunca-Jamás...
Carolina cantaba:
Jugamos en la lluvia
sin mojarnos...
Y Gaspar cantaba:
Sobre los charcos navegamos
con el paraguas al revés
y cruzando el mar el mar
en una cáscara de nuez...
Tendido en el camastro boca abajo, el muchacho oyó la tos seca del padre, el soplido para apagar la lámpara. Esperó aún un buen rato hasta que la noche se metiera bien adentro en la casa. Siempre era posible que el hermano mellizo acechara despierto en el cuarto contiguo. Cuando el silencio dejó oír el suave retumbo del río en las barrancas, el muchacho se inclinó y sacó el envoltorio escondido. Los verdugones del castigo de la tarde le escocieron de nuevo hasta el hueso; en las rodillas, las punzadas de los maíces sobre los cuales el padre le mandó hincarse durante horas, como de costumbre…
Este cuento, el primero que escribí, quedó perdido y olvidado durante más de una treintena de años. Durante esos años de amnesia, de seguro no inocente, dudé incluso que lo hubiese escrito alguna vez. Llegué a pensar que el tal cuento no fuese más que una nebulosa de proyecto literario: la paráfrasis del texto bíblico sobre la lucha nocturna de Jacob, que yo prefería entre todos los que mi madre leía por las noches y que invariablemente comentaba en guaraní, reinventándolos a veces en un tiempo más cercano y con personajes conocidos.
Cuando hacia 1968 comencé a compilar YO EL SUPREMO, encontré el cuento esfumado entre las páginas del TRATADO DE LA PINTURA, de LEONARDO DA VINCI, libro que yo aprecio particularmente y que me enseñó a ver el sentido del mundo como un vasto jeroglífico en movimiento pero cuyos signos son tal vez indescifrables.
El hallazgo del viejo manuscrito me produjo quizás el mismo pavor que debí sufrir cuando intenté transcribir tales fantasmagorías en esos amarillentos papeles con membrete del ingenio azucarero donde trabajaba mi padre como modesto empleado de la administración; papeles que yo robaba y en los que escribía a la luz de un frasco lleno de luciérnagas, la lámpara secreta de mi infancia.
El manuscrito roto, casi ilegible y al que le faltaban dos páginas, representó para mí la prueba de un doble parricidio, al menos simbólico; cuerpo del delito más que cuento; vestigio de una pesadilla más que de una historia vivida. La prueba, además, de que los relatos en que predominan los elementos autobiográficos idealizados o sentimentalizados son irremediablemente falsos puesto que surgen del amor propio o de la autocompasión que son los elementos más distorsionadores de toda faena artística.
He aquí el texto restaurado: punto de referencia inicial de una obra, de una vida, que no han sabido eludir una y otra vez los mismos errores; curiosidad museográfica, al fin, para coleccionistas de estas nimiedades.
Fragmento:
¿Quién me puede decir que eso no sea cierto? — farfulló pausadamente, con su habitual tono entre sarcástico y circunspecto, adelantándose a una improbable objeción sobre lo que acababa de decir y que resultaba increíble aun contado por él.
— Pero hay una realidad que no se puede falsear impunemente— apuntó alguien no con ánimo de rebatirle desde luego sino de aguijonearlo un poco.
— ¿Cómo? —se hizo repetir la frase apantallándose la oreja con la mano, despectivamente — Claro, eso que la gente satisfecha llama la verdad de las cosas. ¡Ahí los quiero ver! ¿Alguien ha vivido demasiado para saber todo lo que hay que saber? ¿Y qué es lo que al final le queda al que más sabe? Esto... —dijo haciendo sonar las uñas con el gesto irrisorio de matar una pulga — . ¿Quién puede adivinar los móviles de los actos más simples o más complicados y desesperados? El que estemos aquí como moscas friolentas esperando algo que no se produce, reunidos nada más que por la fuerza de la costumbre. El de ese hombre del barrio de emergencia que comienza a devorar a su mujer a dentelladas ante un centenar de vecinos aterrorizados a los que amenaza con un revólver. ¿Locura de amor, de celos? ¿Aberraciones de un paladar cansado del guisote casero? Ahora está de moda hablar de la realidad. Típico reflejo de inseguridad, de incertidumbre. La gente quiere ver, oler, tocar, pinchar la burbuja de su soledad. ¿Pero qué es la realidad? Porque hay lo real de lo que no se ve y hasta de lo que no existe todavía. Para mí la realidad es lo que queda cuando ha desaparecido toda la realidad, cuando se ha quemado la memoria de la costumbre, el bosque que nos impide ver el árbol. Sólo podemos aludirla vagamente, o soñarla, o imaginarla. Una cebolla. Usted le saca una capa tras otra, y ¿qué es lo que queda? Nada, pero esa nada es todo, o por lo menos un tufo picante que nos hace lagrimear los ojos. Toquen la punta de esa mesa, o una tecla en el piano.
¿Hay algo más fantástico que el tacto de la madera en la yema de un dedo, que ese sonido que vibra un momento y se apaga?... —se puso los dedos sobre los labios para desinflar despacito la pompa de un eructo — . ¿Y la vida de un hombre? Pero es que alguien sabe de ese condenado a muerte algo más que los garabatos que deja arañados en las paredes de su celda. Y a veces esos borrones despistan todavía más porque los cargamos con nuestra propia agonía o indiferencia... — el picor de la acidez se le demoró un instante en el fruncimiento del ceño, en la comisura de los labios.
Nos miramos disimuladamente; era muy raro que el gordo se pusiera patético o sentimental. Ahora mismo sus ojillos semicerrados desmentían, sardónicos, sus palabras...