Los diez mandamientos


1966


Cuento de Augusto Roa Bastos incluido: “No matar”

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Augusto Roa Bastos, narrador de historias más o menos apócrifas, siente particular desconfianza, entre los géneros de ficción, por los prontuarios, los diarios íntimos y la autobiografía. Sólo puede decir entonces de sí mismo que es probablemente uno de los parroquianos más reiterados de estas historias en las que trata de plagiar la parte de realidad que le interesa a él. Piensa que si la fanfarrona palabra creación quiere decir algo significa reducir la realidad del mundo y de la vida a la medida del Creador; realidad que es lo que se ve pero también lo que no se ve, que es lo que no es, pero también lo que no existe todavía: esa capacidad que consiste, según Kafka, en encontrar en el oscuro vacío el rayo de luz que pueda captarse plenamente, en un lugar donde no había podido percibirse antes.

Augusto Roa Bastos, autor de ficciones o criatura de estas ficciones (los resultados de una transfusión dialéctica semejante son siempre imprevisibles y enigmáticos) renuncia pues a poner en conserva en una cápsula prontuarial o autobiográfica los numerosos fantasmas que son él o que lo han hecho a él: desde el más perverso, depravado y orgulloso al mas simple, insignificante y neutro. Como duda que los actos heroicos y las purificaciones puedan venir por contagio, al revés del miedo o del envilecimiento, comparte con ellos, hasta sus últimas consecuencias, la responsabilidad de los suyos sobre la base de la obsesión común que los identifica y que da un sentido a sus errores y aciertos, a su locura o su lucidez, a su candor o su cinismo, a su desesperación o a esa especie de salvaje lujuria de futuro que es la esperanza, en la que ovulan las grandes nostalgias y las viejas verdades del corazón humano.

Con respecto a sus ocupaciones y servicios, los vaivenes han sido muchos y entreverados: desde estudiante frustrado a peón de obraje; desde corrector de pruebas a secretario de redacción, en Paraguay, de donde es oriundo; desde exiliado a nómade internacional; desde mozo de un residencial a guionista de cine, en Buenos Aires; desde empleado de seguros a profesor de literatura en algunas ciudades del interior.

En cuanto a su ocupación más estable, al parecer su verdadera vocación, la literatura, cree seriamente que ella es lo esencial una manera de vivir, una manera de actuar, es decir, una manera de realizarse, de ser.

Desde este punto de vista, adhiere al irrebatible criterio de que la función del escritor debe ser eminentemente liberadora, reveladora, y considera que la eficacia de esta función de revelación y liberación, en medios histórico-sociales como los nuestros, sujetos aún a las supersticiones y enajenaciones de todo tipo, propias de estructuras anacrónicas y retrógradas, se mide por su valor de rebelión a las convenciones y tabúes y de iluminación de una realidad deformada y degradada por el privilegio y su hipócrita maniqueísmo. Pero cree también con firmeza que esta tarea de rebelión y revelación sólo puede ser cumplida eficazmente desde su condición de escritor, en la dimensión de una rigurosa integridad estética; que si toma partido ha de ser a favor de las inclinaciones positivas del hombre, puesto que el concepto de la vida es el centro de toda cultura.

Descree en las fórmulas, los dogmas, las anteojeras de toda ortodoxia, por bien inspirada que sea. Cree por ello también que para América ya ha pasado el tiempo de las literaturas de tesis. Una buena literatura, una obra bien hecha, auténticamente iluminadoras, serán siempre y en el mejor sentido testimoniales. Estima, en consecuencia, que la tarea primordial del escritor contemporáneo –cada cual por su propio camino y con los medios a su alcance- es profundizar la realidad a través de su propia experiencia como material de sus obras, reajustando y afinando su concepción estética y su instrumental a las necesidades y posibilidades del mundo de hoy, sin temor a las inquisiciones y a los walhallas ideológicos.

La imagen del escritor, como la de un hombre solitario volcándose íntegramente en la tarea desde lo hondo de sí, pero haciéndose solidario de los demás, proyectándose hacia lo universal, con valor, sin claudicaciones, con irreductible fe en la condición humana, en lo que ella tiene de permanente y perfectible, es la aspiración que da cierta consistencia al oscuro fantasma llamado Augusto Roa Bastos.

A.R.B.

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